COLUMNISTAS
MAESTROS DE LA FILOSOFIA

La tradición socrático-platónica y la Web

La filosofía nace en Grecia. Es por el fenómeno de la polis que se inicia esta disciplina “política”. Sólo una sociedad en la que se equivalen sectores sociales ofrece un marco legal para dirimir los problemas comunitarios.

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La filosofía nace en Grecia. Es por el fenómeno de la polis que se inicia esta disciplina “política”. Sólo una sociedad en la que se equivalen sectores sociales ofrece un marco legal para dirimir los problemas comunitarios.

Los atenienses inventaron la política en la medida en que construyeron instituciones en las que los ciudadanos cotejaron con palabras sus posiciones y resolvieron en conjunto sus problemas.

Para que esto ocurriera, se tuvo que producir una mutación social que cambió el régimen de poder y el de las hegemonías.

El antiguo sistema palatino, que tenía una corte de reyes, sacerdotes y una casta terrateniente en la cúspide de la jerarquía social y económica, pierde su poder en favor de los nuevos grupos sociales instalados en la costa.

Es el mar el que sustituye a la tierra como fuente de riquezas. Los comerciantes despojan a la aristocracia de su preeminencia política y este cambio dará lugar a una nueva cultura.

El modo de impartir justicia ya no se basa en la palabra mágica de profetas, videntes y monarcas esclarecidos por su cercanía con el mundo de los dioses. La ley baja a la ciudad y necesita del concurso de ciudadanos libres. Una sociedad de pares requiere de árbitros para darles salida a los conflictos que se producen en una sociedad civil. Los acuerdos de precios, el cumplimiento de los contratos, los problemas de sucesión y de herencia, en suma, todo lo que atañe a lo patrimonial que los griegos llamaban “oeconomía”, hasta la firma de tratados de paz o la decisión de ir a la guerra, debían canalizarse por el cotejo de argumentos.

Construir argumentos es lo mismo que pensar. La filosofía nace con estas exigencias. No tiene que ver con la visión de cosas invisibles sino con el cálculo y el ordenamiento de lo común, es decir de lo público.

El maestro de la filosofía, su fundador y héroe epónimo, es Sócrates. El es quien decide que la sabiduría debe abandonar sus aires sacerdotales y meterse en las casas, explayarse en el ágora y confrontar con el poder.

Su “sólo sé que nada sé” es la cifra hermética que concentra la energía filosófica. Es un híbrido de conocimiento e ignorancia. Con el tiempo la religión y las ciencias quisieron llenar este vacío con saberes absolutos o con sistemas matemáticos. Pero no pudieron evitar que esa “falta”, ese hueco de incertidumbre, se expresara de mil y una maneras.

La filosofía no por eso se origina en una carencia. Por el contrario, su productividad se mide en la generación de vacíos. Es por la actitud, el ethos, y no por su origen, que la palabra filosófica es sísmica.

La riqueza de la filosofía deriva de los modos en que expresa su no saber. Por eso nada tiene que ver con las sabidurías orientales, ni con los mandatos monoteístas, ni con las ciencias. No le ha sido delegada ninguna luz numérica o mística. El filósofo jamás salió de la Caverna. No subió al Sinaí. La alegoría de Platón plasmada en su República fue una estrategia para combatir a los sofistas. Nadie creyó en ella, salvo Pablo de Tarso, con las consecuencias por todos conocidas.

Es en el mundo de las sombras, el de la doxa u opinión, el de las apariencias, que el filósofo interviene con su oficio. Por supuesto que le interesa el mundo de los conocimientos o episteme, tiene curiosidad por los adelantos de la ciencia, pero su labor sigue siendo la tradicional: llevar estas novedades epistémicas a la arena pública y mostrar en qué pueden modificar, inquietar o enriquecer la vida de los hombres.

El filósofo es también un divulgador, pero no sólo eso, ya que no es portavoz de nadie ni facilitador al servicio de autoridades reconocidas ni mediador entre el poder y la gente. No baja su nivel para tornar accesible el saber.

Su tarea está más cerca de la contraverdad, de la puesta en tela de juicio del saber autorizado, un disolvente del mundo de las creencias que cimenta a las mayorías y conforma la opinión pública.

Los filósofos han intervenido casi siempre en las cuestiones políticas de acuerdo con la tradición socrática. El espacio público en el que emergen los problemas de la comunidad no es algo abstracto. Se distribuye en lo social en aparatos institucionales con sus respectivos encuadres normativos. Han sido las Iglesias, las universidades medievales, las cortes de los inicios de la modernidad, los salones literarios, los libros y los periódicos, los partidos políticos, las academias, hasta las calles, los sitios puntuales en donde la discusión pública se ha establecido y el filósofo intervenido.

Rara vez un filósofo ha quedado al margen de cualquier institución para hacer llegar su palabra. Quizá Nietzsche, un solitario sin universidad, forjó su palabra de acuerdo con el azar de su vida de profesor prematuramente jubilado que editaba sus propios libros.

Schopenhauer al menos tenía el recurso de la institución protectora de libertades: el dinero.

En la actualidad, el espacio público se ha hecho infinito con el mundo de las comunicaciones. Los medios masivos de comunicación digital canalizan la información y agregaron una nueva modalidad revolucionaria para la producción filosófica.

Nunca existió en la historia de la filosofía la posibilidad de producir textos de filosofía de modo gratuito y a disposición de miles o millones de lectores. Esto sin la presión del mercado, la selección de editores, públicos cautivos, la presión ideológica y el orden del discurso que reglamenta y canoniza.

Los filósofos siempre han usado las materialidades expresivas a su alcance. Kant, en su trabajo Qué es la Ilustración?, nos habla de asumir la mayoría de edad y despojarse de las tutelas que pretenden pensar por nosotros. Divide dos usos de la razón, el uso público y el uso privado. Por uso privado entiende el que se lleva a cabo en instituciones reglamentadas por normas y un sistema de jerarquías. En las mismas no se puede decir todo lo que se piensa. Hay que acomodar el pensamiento a los límites del lugar en el que se ejerce una función: universidad, Iglesia, o empresa, en tanto profesor contratado, clérigo o empleado.

El uso público se ejerce en tanto ciudadano del mundo. No hay límites para la expansión del pensamiento libre y, en tiempos de Kant, el canal propuesto para su concreción era la palabra escrita y su circulación en libros y periódicos.

Hoy estos ámbitos han sido empresarizados, son parte del mercado y de las necesidades de rentabilidad. Sólo en Internet por ahora no hay obstáculos ni económicos ni ideológicos a la producción de pensamiento. Y digo producción porque se trata de verdaderas elaboraciones conceptuales y de información erudita que pueden circular sin trabas.

Aquellos que sienten resquemor y desprecian el medio porque no tiene veedores calificados y porque cualquiera puede hacer uso de él sin pasar por un tribunal de tutores son los mismos dueños de casa que visitaba Sócrates, esos que decían que “sabían” y se escandalizaban ante la osadía de ese gordo hijo de picapedrero. Especialistas, profesionales, notables de lo que sea y celosos cancerberos de sus lotes, se preocupan hoy por la anarquía de la Web, que los sobrepasa.


*Filósofo.