El cambio de gobierno agitó el estanque de los intelectuales. Lanzada la piedra del resultado electoral, se expandieron en ondas las discusiones, las recriminaciones y los pases de factura. La antigua polarización “K - anti K”, corrió su frontera y la discusión ahora se da capilarmente sobre y entre aquellos que desempeñan o van a desempeñar funciones en el nuevo gobierno, los que, con simpatías por la gestión anterior, continúan en sus puestos, y quienes dejaron sus cargos antes de la asunción de Macri por considerar que no tenían lugar en las nuevas estructuras, o para expresar un desacuerdo radical con el nuevo gobierno.
Esto se da en un contexto más amplio, en el que los principales esfuerzos de los actores políticos es el de correr la línea a partir de la cual “empezaron los problemas”. El ejemplo emblemático son las peripecias de los tres fugados de General Alvear: la discusión parecería ser entre la “pesada herencia” de los que se fueron y el “shock” de los que llegan. Esto impacta en el trabajo y las redes de sociabilidad de escritores, investigadores, periodistas y docentes. Es una discusión pequeña en el contexto nacional pero inmensa para quienes participamos de esos círculos: involucra afectos y, más concretamente, las posibilidades de trabajo. Sumado al clima apocalíptico con el que se vivió la segunda vuelta electoral, se comprende que muchos ahora no conozcan ni a su madre, el clima muchas veces hostil aún entre amigos y compañeros. Es muy difícil ver las cosas con alguna perspectiva.
En este contexto, entre quienes simpatizamos con lo que ampliamente se llama “campo popular”, las discusiones acerca de qué posición adoptar frente a los cambios recrudecen. Dos conceptos han reaparecido en estos días: el de “resistencia” y el de “traición”. Pero de una manera curiosa: quienes, con simpatías por el gobierno anterior, siguen en su trabajo, son ahora “resistentes” y defensores de lo construido. Quienes, con las mismas simpatías, o con recorridos similares, aceptan cumplir funciones en la nueva gestión, son “traidores” o por lo menos “colaboradores” de la restauración neoliberal, epígonos de Albert Speer, el ministro de Hitler. A nadie se le ocurriría, si llevamos este reduccionismo al extremo, pensar que deberían renunciar todos aquellos que “venían trabajando de antes” como muestra de su coherencia con sus ideas. Porque son trabajadores, y sería una cínica exigencia, pero, además, porque resultaría, desde el punto de vista de la construcción social, un fenomenal sinsentido. Pero parece que las cosas son diferentes si el trabajo comienza después del 10 de diciembre. Es una mirada cuya mezquindad se acentúa porque en muchas ocasiones la legítima defensa de los puestos de trabajo se disfraza de una épica resistente que automáticamente coloca al otro en el lugar del mal.
Hay varias cuestiones a desmontar: primero, la escasa voluntad de darnos la posibilidad de sostener procesos y políticas que evidencia esa dicotomía; segundo, la idea peyorativa (en opositores y oficialistas) de que por ser asalariados los trabajadores piensan según les paguen (juicio que es más sorprendente por venir de actores con “sensibilidad popular”); tercero, la superposición entre los conceptos de gobierno, partido y estado. Cuarto, y fundamental, la idea subyacente de que las personas no conocen sus límites, que no son responsables: el prejuicio desconoce que sabrán decir “no” (el supremo acto de libertad) si consideran que algo vulnera sus principios o se aparta radicalmente de lo que desean construir.
Nos merecemos pensar estas cuestiones. Nos merecemos discusiones más matizadas y menos binarias, respetuosas de nuestras responsabilidades individuales en las decisiones y su lugar en los procesos colectivos. Nos merecemos más respeto mutuo, porque es pobre culturalmente y porque pone en riesgo, además, el trabajo de millares de personas.
*Historiador.