Hay cosas difíciles, como la fenomenología de Hegel o la física de partículas, pero hay un camino preestablecido y claro para aprenderlas. Hay cosas que pueden no ser tan difíciles, pero su camino está oculto: se trata de saberes más o menos místicos o gnósticos de los que se ocupan sectas y sociedades secretas. Pero ¿qué es la cinefilia? Una vez más, hay que aclarar que no se trata del etimológico “amor por el cine” sino, en principio, de una pasión y una obsesión, pero también de una forma de conocimiento que no se adquiere (sólo) viendo muchas películas sino entendiendo un par de cuestiones que no son triviales, sobre todo por su carácter contrario a la intuición.
La cinefilia es inseparable de un término: “autor”. No hay una sin el otro. Y también es inseparable de su gesto fundador, que fue también un giro copernicano: la declaración, a mediados de los años 50, por parte de los críticos de Cahiers du Cinéma (Truffaut, Godard, Rohmer, Rivette, Chabrol, en fin, la futura Nouvelle Vague), de que Alfred Hitchcock era un autor (también Howard Hawks y luego siguieron otros). La idea de que un director considerado hasta entonces como un artesano que fabricaba en serie obras menores e intrascendentes (y que, para colmo, se había mudado a Hollywood) encarnaba, en realidad, la cumbre más alta del arte cinematográfico resultó paradójica y escandalosa, pero muy productiva. Sobre ese molde se edificó, en buena medida, la crítica de cine moderna.
Ahora bien, la dificultad de este asunto no reside ya en comprender por qué Hitchcock era un autor (hasta el propio Hitchcock lo entendió y le sacó un gran rédito en televisión a su nuevo status). No lo explicaremos aquí (por las mismas razones por las que Einstein no podía explicar la no menos paradójica y antiintuitiva Teoría de la Relatividad en diez líneas) pero estas ideas forman parte de lo que se enseña en los buenos cursos de cine. No, lo difícil es reproducir ese gesto ahora. Allí es donde el saber cinéfilo se desvía de lo que puede ser la enseñanza académica y se convierte en una práctica de alto riesgo que, en algunos casos (como los cursos secretos de Angel Faretta, entre nosotros), adquiere perfiles esotéricos. Durante décadas, los críticos han ungido como autores a gente de lo más variada, desde Jerry Lewis a John Woo, poniéndose cada vez menos de acuerdo y cayendo, en algunos casos, en el simple ridículo.
Es que un fantasma recorre el mundo de los cinéfilos: la desaparición del autor. ¿Qué pasaría si ya no hubiera candidatos dignos de ese nombre? Obviamente, desaparecería la cinefilia y sería sustituida por un conjunto de aburridos saberes empíricos y académicos (lo que, de hecho, ya ocurre). Pero siempre parece haber una oportunidad de mirar con atención a ese director industrial, ignorado o despreciado por los críticos convencionales, y descubrir que la historia continúa.
La última oportunidad se ha presentado recientemente, pero parece haber pasado de largo para los críticos argentinos. Se trata del estreno de Déjà Vu de Tony Scott (el de El ansia y Top Gun, no confundir con Ridley, su otrora sobrevalorado hermano). Pero Christoph Huber y Mark Peranson, críticos austríaco y canadiense respectivamente, en un artículo de la prestigiosa revista Cinema Scope que dirige el segundo de los nombrados, han propuesto la canonización autoral de Scott. Es un candidato ideal para el puesto: es un cineasta brillante, trabaja en el corazón de Hollywood y sus materiales van de lo ordinario a lo vulgar. Por uno de esos milagros, Déjà Vu se exhibió en San Clemente y pude verla. Huber y Peranson tienen razón: la película es puro placer, al mismo tiempo que una reflexión “sobre la naturaleza y la ética de las películas”.
No hagan caso de los prejuicios y véanla. Es una gran posibilidad (no habrá muchas) para pasarla bien y para entender, de paso, qué era un autor, qué era la cinefilia, qué era el cine.