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La última vez que morí

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Fue bastante espectacular y me dejó pensando. Era hora. Si la filosofía –como creían los griegos antes de la llegada de sofistas y de pícaros– es una preparación para la muerte, nosotros los actores deberíamos ser tenidos por filósofos empíricos. Pues es muy común que las ficciones reclamen nuestra muerte en todas sus variantes: sugerida, fuera de escena, explícita, sangrienta, súbita, trágica, catastrófica, cómica. Y a los actores no nos queda más alternativa que prepararnos. La preparación para la muerte tiene –para el actor– siempre algo de farsa. ¿O no necesariamente?
Fuere cual fuere el estilo, la moda o la escuela, se celebra en los actores una cierta habilidad mimética. Un parecido con lo real. A veces se cree que la imitación estricta de lo real es incluso más valiosa que la fabricación artificial (poética) de una realidad más fascinante. Morir en teatro no es problema: moriré cien veces, una por función, así que la repetición aclara que es mentira. Pero el cine te quiere muerto una vez sola. Y como privilegia y ama “lo real”, allí no nos queda más que la angustia.

Sabemos poco de la muerte. Bueno, no sabemos nada. Lo que intuimos es a partir de la muerte de los otros. Pero de la propia muerte lo desconocemos todo. Supongo que los enfermos terminales, los ancianos con lucidez, los soldados en misiones suicidas, los suicidas y tal vez los ascetas se preparan permanentemente para el viaje. Pero los actores nos preparamos a los tumbos y por deporte. Y es corriente que esta preparación (esta farsa) sea –en el mejor de los casos– objeto de sorna y de desprecio. Lo he observado: cuando en un grupo grande (digamos, un equipo de filmación, con eléctricos, continuistas y peluqueros) un actor se prepara para su momento final, reina la sensación de que es un vanidoso que está a punto de realizar un acto de extremo narcisismo. El actor imagina –en sus momentos de catering y maquillaje– el mundo sin él. Le molestan los retoques y vestuarios. Tiene pocos interlocutores. Los demás seguirán viviendo. Y, estrictamente, él también. Pero sólo después de pasar con coraje y precisión por ese momento innombrable. La muerte es un tabú; está bien que lo sea. Y el sueldo que ganamos los actores supone –locamente– que sabemos lo que tenemos que hacer.

Pues no, no sabemos. Nadie sabe.
En el teatro el problema fue zanjado por los griegos, los mismos que creían en esa definición de filosofía, y las muertes ocurrían fuera de escena; la muerte era obscena, no representable. Los hilos se verían si alguien pretendiera estar muerto sin estarlo. Luego al teatro le pasaron muchas cosas y, aun así, hoy en día es difícil poner un muerto sin que dé algo de risa. Es tan evidente que no está muerto y que respira bajito para no moverse, que hace caer por tierra las demás convenciones miméticas alrededor. Los autores evitan con decoro estos momentos, o los simbolizan. O a morir afuera, dignamente, como un griego.

Pero el cine es una ilusión más refinada. No digo más perfecta. Pero sí más mostrativa. Y goza con la representación exacta de la muerte tanto como el teatro la elude. Tiene un arsenal de efectos especiales para aplicar. Pero al actor, ¿qué FX le templará el alma? Las muertes más fáciles son aquellas en las que el personaje no sabe que va a morir. Lo acomete un tranvía o le pegan un tiro. No hay que prepararse especialmente. Son catastróficas.

Pero están las otras. Y la próxima vez que me maten en acción voy a pedir el triple de guita. No hay plata que pague el estrés postraumático.
Mi última muerte, en Zama, fue espectacular: ridículamente épica y en toma única. Se muere una vez sola, lo cual agranda el tabú. Se usaron dos días para filmar la secuencia entera. Dos días en los que mi alma debe haber envejecido como la de un jedi. Morí y después me aplaudieron con miedo y con cariño (es el sueldo que nos toca); me aplaudieron más que cuando hice cosas más complicadas. Supuse que fue porque ver morir a alguien –querido o no, que lo merecía o no–, ver morir a alguien aunque sea de mentira, sobre todo porque es de mentira, es una experiencia que no aclara nada pero que señala a ese vacío enorme como un dedo acusador. No se habló más del tema y me mandaron a casa. Todos esperamos que la cámara haya guardado algo del misterio.