Lo que tiene de bueno salir, se sabe, es que se te refrescan las percepciones y podés comparar situaciones.
Comparar es complicado y peligroso. Se corre el riesgo de perpetrar arbitrariedades gruesas y de formular conexiones absurdas. Pero los cuatro días colombianos que PERFIL me regaló (es una forma de decir), para cubrir ese jubiloso hecho que fue la liberación de rehenes en manos del narcoterrorismo, facilitaron una rica cosecha de conclusiones. Son personales, claro, pero en una de ésas tienen denominador común y son de uso general.
A cada rato hay una explicación diferente. Lo que se advierte en el país de los argentinos es la polivalencia de las palabras, de las políticas y de los hechos. El caso de las “retenciones” (palabreja mentirosa, si las hay) es aleccionante.
El dueto Kirchner, como lo ha bautizado con alborozado sarcasmo Hermes Binner, ha querido racionalizar el asunto de diversas maneras. Y lo más asombroso es que no parecen ruborizarse por una aplicación rotativa y tan gruesamente desprejuiciada de sus argumentos. Han dicho que lo recaudado sería para dar de comer a los argentinos, que hay que “des-sojizar” el campo, o construir hospitales y escuelas, y finalmente “redistribuir” el ingreso.
Un dato nacional y popular: en una sociedad de palabras devaluadas, padecemos un default de los significados.
Para jueces perdonadores, ocultar no es adulterar. Cuando toqué tierra me enteré de que hay en la Argentina jueces capaces de cualquier cosa con tal de ser correctos, modernos y tolerantes. Así, otro benemérito dueto, el integrado por los camaristas Alberto Seijas y Carlos González, decidió que los propietarios de vehículos que tapan los números de sus patentes no son delincuentes sino infractores. Seguramente seducidos por ese garantismo imbécil que convierte a los adultos en infantes y a los criminales en seres acomplejados, hallaron que, lejos de sancionar conductas engañosas y socialmente perjudiciales, lo que corresponde es ayudarlos a “zafar” a esos vivos paradigmáticamente argentinos.
En los sindicatos pragmáticos no hay cornadas entre bueyes. Nadie podrá comprender nunca qué ideas tienen en común Moyano, Martínez, Cavalieri, Lescano, West Ocampo, Pedraza y otros insignes varones del sindicalismo patrio, más allá de sus negocios. Pero lo cierto es que, en aras de la unidad nacional, se pusieron de acuerdo para seguir manejando la CGT como brazo gremial del Gobierno.
Si Juan Perón tuvo la astuta sabiduría de inventar las 62 Organizaciones como expresión política del sindicalismo, preservando a la CGT de ese trámite de burdo alineamiento, ahora, con los Kirchner, ya todo es más simple: el Gobierno, el Estado, los sindicatos, el kirchnerismo, el Partido Justicialista, el Frente para la Victoria y la Concertación son lo mismo.
Inmensa felicidad en el mundo luminoso del oficialismo: todos apoyan el “proyecto”, todos comparten el “espacio”. Como decía la inolvidable revista 4 Patas, fundada por Carlos del Peral en los años 60: “Te amo y todo es hermoso”.
“Con mucho gusto”, me dicen todos, todo el tiempo, en Colombia. Vengo de un país en el que encontré gente cordial, serena y excepcionalmente amable, todo el tiempo, en todas partes. Pobres y burgueses, funcionarios y ciudadanos de a pie, si algo me perforó el ánimo, al comparar a la neurasténica Argentina con la grácil Colombia, fue la contagiosa felicidad de los corteses bogotanos, de cara a la mala leche estructural que caracteriza a nuestro país, cuyos gobernantes viven retándonos y aleccionándonos con cara rectal.
Lo de Aerolíneas Argentinas viene mal y lo del Gobierno, peor. Para mi viaje, se usaron los servicios de LAN, una empresa chilena que sale en hora, llega en hora, usa aviones nuevos y confortables y brinda un servicio sencillo, pero decente y confiable, con azafatas sonrientes y pilotos corteses. De regreso a casa, encuentro un servicio aéreo nacional que muestra lo de siempre: una empresa que ofrece servicio condicional, mediocre y primitivo, y un Gobierno que se ha valido de unos sindicatos avinagrados y, en algunos casos, extorsionadores, para darle el manotazo a esa compañía, dejando a los pasajeros inermes, violados y frustrados.
Aquí “se la llevan con pala”: ése es el tema para casi todos. Advierto que toda la discusión nacional gira sobre una fantasía colectiva visceralmente arraigada: todo el mundo esta convencido de que en este país hay fortunas enormes en muchos lugares, apropiadas por unas minorías siniestras, que no hacen sino facturar y cobrar enormidades. No es un debate de raciocinio económico, es una percepción colectiva, animada por esa frase de guerra: “Se la llevan con pala”. Y para que los otros no se la lleven, me la quiero llevar yo. Es una consigna central del Gobierno, que en este caso refleja la sabiduría argentina convencional. La idea básica es repartir-distribuir-socializar, no producir-trabajar-acumular.
Participamos con ruido, sí, pero con escaso éxito. La vida civil de los argentinos parece ser, en lo evidente, intensa, dinámica y vocinglera. Piquetes, marchas, bazucadas, escraches y “acampes” son el nombre del juego.
Hemos llegado a convencernos de que somos una sociedad involucrada y protagónica, distante de otros pueblos, obedientes, sumisos y resignados. ¿Es así? Desde luego que no.
Lo que sobresale es la espumosa euforia nacional, la creencia de que ejercer ciudadanía es hacer ruido y protagonizar democracia es sinónimo de ocupar plazas y rutas. Por el contrario, lo que la mise en scène del protagonismo de la masas encubre es una realidad mucho mas taciturna y menos prestigiosa.
Detrás de esa vocinglería clamorosa, hay una Argentina cuyo debate es de escaso peso específico político, un cruce permanentemente teñido de descalificaciones, histerias y autoritarismo, rasgo éste que el Gobierno ha logrado convertir en el apellido de su identidad profunda.
Viajar es bueno, aunque sea por trabajo. Te muestra las cosas tal cual son. Saber qué somos y dónde estamos es desolador, pero necesario. A poco de aterrizar en Buenos Aires, vi en los diarios la foto de los presidentes de Brasil y México en la cumbre del poderoso Grupo de los Ocho, en Japón. Ahí estaban, con los otros tres grandes del mundo emergente, los presidentes de China, India y Sudáfrica. Y nosotros aquí, regocijadamente montando carpas y haciendo “marchas”. Es profiláctico no engañarse.