El proceso de ingreso de Turquía a la Unión Europea (UE) es el más largo de la historia de la integración regional. Comenzó en 1959, cuando el país otomano pidió asociarse a la entonces Comunidad Económica. Diversos sucesos llevaron a que los avances en la adhesión de Turquía al proyecto europeo se estancaran una y otra vez: golpes de Estado en Turquía, crisis europeas, la férrea oposición de algunos Estados miembros (como Austria, que no olvida el intento otomano de invasión en el siglo XVI), cálculos de poder en cuanto al voto en las instituciones europeas (basados en la demografía de los países) y opiniones públicas crecientemente xenófobas e islamófobas.
Pero Turquía cuenta con un elemento que es tanto su bendición como su principal maldición: la geografía. La heredera del Imperio Otomano tiene una ubicación geoestratégica inigualable: situada entre Asia y Europa, el Bósforo conecta el mar Negro y el Mediterráneo, podría ser el país de paso de gasoductos que conducirían el preciado recurso desde Asia central hacia Europa, reduciendo la dependencia de Rusia, posee agua y su posición es clave para el comercio mundial.
Turquía comparte fronteras con Grecia, Bulgaria, Georgia, Armenia, Azerbaiján, Irán, Irak y la más extensa, con Siria. Esa ubicación privilegiada fue utilizada como carta de negociación para requerir la admisión como miembro de pleno derecho a la UE, alegando ser el “puente entre Asia y Europa”. Así, ayudaría al continente mayoritariamente cristiano a mejorar sus relaciones con los países de Oriente Medio. Pero al mismo tiempo, fue la razón por la que el potencial ingreso a la Unión causó miedos y rechazos. De ingresar Turquía a Europa, las fronteras de la Unión estarían en contacto directo con zonas en guerra.
En la actualidad, la geografía turca es nuevamente una carta de negociación frente a la llamada “crisis de los refugiados”. El conflicto sirio convirtió a Turquía en el principal receptor de refugiados a nivel mundial y ruta de paso de personas de Asia a Europa. La desesperación europea frente a este reto es visible en su reciente acercamiento a Turquía y reanudación del proceso de admisión.
Pero los “criterios de Copenhague”, que enumeran los requisitos para ser candidato a la membresía europea, establecen que un país debe tener un régimen democrático, respetar esos valores y, particularmente, los DD.HH., así como tener la capacidad de cumplir con las obligaciones que implica dicha membresía. En los últimos años, el partido gobernante en Turquía (AKP) ha adquirido rasgos crecientemente autoritarios, censurando y encarcelando a periodistas, persiguiendo a disidentes y a militantes de la minoría étnica kurda, entre otros. A eso se suman crecientes denuncias con respecto al trato de este país a los refugiados, lo que pone en duda su clasificación como “destino seguro”. Si bien Turquía fue elogiada y citada como ejemplo de país receptor de refugiados por abrir las puertas a los sirios en estos cinco años, en los últimos tiempos proliferaron evidencias de maltratos, rechazos, impedimentos de entrada al territorio e incluso disparos a refugiados sirios en la frontera, donde actualmente hay 100 mil personas atrapadas entre una guerra y el rechazo de Turquía a ingresar.
Frente a esto, los dirigentes europeos han mirado hacia otro lado y continúan reuniéndose, colaborando y cerrando acuerdos con sus pares turcos, para que mantengan a los refugiados en su territorio. A cambio, les ofrecen 6 mil millones de euros, prometen avances en el proceso de integración a la Unión y exenciones al visado de ciudadanos turcos que viajan a Europa. Europa, la cuna de los DD.HH. y las libertades civiles, está dándoles la espalda a sus valores por desacuerdos internos para gestionar una crisis predecible y por consideraciones de política doméstica.
La geografía de Turquía parece estar ganando la cuenta en el cálculo político.
*Docente investigadora del Instituto de Ciencias Sociales de Fundación UADE.