La sociedad podría entenderse como una red inmensa de supuestos sobre los cuales no es conveniente hacer revisiones profundas. Este año esto se ha puesto evidentemente de moda, ya que el surgimiento de la pandemia y las decisiones gubernamentales colocaron en suspenso y cuidado a todo lo que hasta hace poco tiempo era rutinario y normal. En pocos días, cada persona que aparecía en el horizonte del mundo era un hipotético portador amenazante del virus, presente como potencia todo el tiempo y en cualquier lado. Esto es lo que las ciencias sociales tratan bajo la idea de confianza.
Más allá de la neurología y los lóbulos frontales, la sociedad se basa en comunicación. Y la comunicación no se produce de cerebro a cerebro, ya que este es un sistema operativamente cerrado, sino con el uso del sentido compartido que vamos aprendiendo en nuestra vida. Ese acceso restringido al interior de los otros (y de los otros hacia nosotros) nos obliga a vivir suponiendo. Así, hablamos de expectativas, asignaciones de intención, indicaciones causales o simples vivencias, que se despliegan en un mundo en el que creemos entender lo que nos pasa y lo que les pasa a los demás.
Esto en política es muy recurrente, ya que a cada cosa que sucede, y de la cual no se pudo tener contacto efectivo en su origen, se asigna una intención. Esos son esfuerzos de incorporación de sentido al ruido social que nos rodea, y la confianza es una fuerza no menor en el proceso de lograr fluir la interacción cotidiana para que sea aparentemente libre de planteos nuevos o dudas a cada paso. Solo basta imaginar el esfuerzo que significaría estar haciendo una evaluación nueva en la próxima oportunidad de acción.
Quien se sube a un ascensor no tiene conocimiento de la capacidad técnica del fabricante ni de los operarios que lo reparan. Aquel que compra un producto comestible de consumo masivo en el supermercado tampoco puede dar detalles de los procesos de fabricación. Salir al balcón de un amigo a ver el paisaje no necesita un estudio de los planos del edificio o de la trayectoria del estudio de arquitectura.
Vivimos en un mundo repleto y expansivo constituido sobre la base, como diría Anthony Giddens, de la acumulación de saberes expertos sobre los que no tenemos acceso y con los que nos relacionamos de una manera que se orienta sobre la base de la confianza. Suponemos que aquello que utilizamos estará bien hecho, o incluso ni siquiera se recurrirá al ejercicio de su evaluación. Esto es así hasta que algo lo deja en evidencia y lo que era simple rutina no pensada pasa a ser un tema que nos congela. Todo de repente es sospechoso. La sociedad, cada tanto, muestra sus hilos.
Las sociedades del mundo se vacunan sin tener información sobre los procesos de producción. Padres y madres llevan a sus hijos a centros de vacunación de los que no solicitan la referencia de publicaciones de fase 2 y fase 3 de investigación o información referente al proceso de producción. Hasta hoy, ponerse una vacuna, era como subirse a un ascensor.
Esta semana la discusión sobre las vacunas adquirió las características de un proceso clasificatorio sobre supuestos. La casi total cantidad de opiniones se basaron solo en aproximaciones que combinaban saber científico, en los casos que eso era posible, con interpretaciones geopolíticas que hacían ingresar la lógica sistémica de la política en un proceso de compra de medicamentos. En la amplia mayoría de los casos, en términos de generación de opinión, el acceso directo al producto no cumple ninguna función.
Un caso interesante, y que opera como un equivalente funcional de adjudicación de sentido, son los juegos de adivinación de los fallos de la Corte Suprema de Justicia. La gente agolpada en la puerta de los tribunales gritando por la patria puede prescindir de la lectura de Benjamin Constant o de Juan Bautista Alberdi para sus elucubraciones sobre el devenir de las decisiones de los poderes del Estado, pero tienen igualmente la capacidad de activar procesos de supuestos en relación a intenciones que, en ese momento, resultan para ellos evidentes.
Justamente, el comportamiento social masivo y aglutinado no requiere de ningún conocimiento sino solo de esquemas concretos y reductivos para realizar observaciones. No se trata de qué se observa sino de cómo se observa. Llevado al plano político, la observación se despliega solo desde dos lugares posibles: del lado del Gobierno o del lado de la oposición. Si alguien no quiere la vacuna rusa, es probable que no haya votado al peronismo.
Los ejemplos señalados antes hacen referencia a la vida cotidiana, pero pueden encontrarse y adaptarse dentro del sistema político y sobre sus construcciones de preferencias. Confiar o no en el origen de un medicamento queda atravesado ahora por la batalla de los países por lograr la victoria global contra el virus, y los esquema mundiales de acuerdos reproducen un mecanismos de enfrentamiento global entre un bloque anti norteametricano y los mismos Estados Unidos. En los esfuerzos por adjudicación de intenciones, en lo que supuestamente estaría pensando Alberto Fernández, y gracias a la imaginada influencia maléfica de Cristina Fernández, la compra de esa vacuna, cuyo nombre no colabora en la construcción de pánico, Argentina estaría definiendo un posicionamiento global del lado del autoritarismo y la poca seriedad.
Nada del Covid-19 ha quedado suelto, nada de lo que se ha tratado sobre su existencia ha dejado de estar tomado por las reglas de la intervención del Estado. Los debates y miedos sobre darse o no esa vacuna no son más que la extensión de la política por otros medios. Y para los militantes, aunque puedan tener dudas, será un acto de fe poner el brazo para demostrar la superioridad del régimen frente a la derecha neoliberal. Igual que comprar un yogurt, del que no se sabe más que el rico sabor que aparenta su hermosa publicidad.
*Sociólogo.