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La ventana indiscreta

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Nos mudamos porque necesitábamos cambiar de ambiente, y decidimos mudarnos adonde ahora vivimos porque yo necesitaba una vista determinada: los patios del convento donde los afanes de las monjitas iban a permitirme retrotraerme a los finales del siglo XIX, comienzos del XX, grosso modo: los años en los que comienza la trama de Chez Freire Grand Hotel, la novela que estoy tratando de terminar.
Al principio todo funcionó de maravillas e incluso conseguí publicar un anticipo. Pero después, poco a poco, el edificio de al lado del convento comenzó a monopolizar nuestra atención. En el octavo piso, un niño salía todos los días al balcón a saludarnos (por entonces era verano, y pintábamos en paños menores, brillantes de calor): “Hola, señor”, nos decía. Lo apodamos El Niño Puto, entregándonos a horrendos prejuicios que lamentaríamos casi de inmediato, cuando descubrimos que su padre, un chongo que para algunos de nuestros amigos (pero no para nosotros) era demasiado flaco, adoraba salir al balcón en apretadísimos calzones. No era que El Niño Puto tuviera debilidad por los hombres semidesnudos; estaba acostumbrado a ese sano ejercicio de camaradería masculina.
En el noveno piso, alguien a quien nunca vimos desayunaba todos los domingos escuchando FM Clásica. En el quinto piso, un jubilado solitario recibía cada tanto a su madre, una anciana que salía al balcón a examinar la ropa tendida y le recriminaba cosas. En el tercer piso, la chica del gato hacía sus calistenias cotidianas escuchando música ante la mirada atónita del felino. Hace unos días, la chica del gato nos dio una mayúscula sorpresa. O a lo mejor no era ella, porque lo cierto es que de su cuerpo sólo veíamos los labios colocados alrededor de un miembro masculino que hasta ese entonces no habíamos visto, adosado al cuerpo de un muchacho que, parado de perfil frente al ventanal, sostenía de la nuca a la muchacha, para mejor deslizarle su insolente masculinidad hasta la garganta (no lo consiguió, por cierto).
Cuando descubrió que lo mirábamos, lejos de amedrentrarse, el lampiño muchacho se expuso mejor, como si esperara una foto o un aplauso (no estábamos en condiciones de prodigarle ninguna de las dos cosas, porque nuestra asistenta doméstica fatigaba los ambientes con la aspiradora). En cuanto pudo sembrar la cara de La Petera, acogotando el ganso, me di cuenta de que mi siglo XIX se había perdido en el olvido.