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La verdad y las formas políticas

Adivino la estrategia que puede seguir Berlusconi. La verdad, es evidente, lo acorrala cada vez más. Le aparecen a cada momento grabaciones telefónicas, fotografías, testigos presenciales, copartícipes admitidos de los hechos.

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Adivino la estrategia que puede seguir Berlusconi. La verdad, es evidente, lo acorrala cada vez más. Le aparecen a cada momento grabaciones telefónicas, fotografías, testigos presenciales, copartícipes admitidos de los hechos. Casi no existe dispositivo probatorio validado como verdad en Occidente que falte para complicarlo. La tecnología cierta, el testimonio garantido y la confesión culposa se suman y confluyen en una sola y misma determinación: demostrar que hubo fiestas sexuales en su residencia. A todo esto se agregan sin falta los detalles, la minucia de los detalles que, como bien dio a ver Roland Barthes, aumentan siempre el efecto de verdad de los discursos. Detalles turbios, pero certeros: que el Cavaliere prescinde, con esa confianza tan grande que para todo se tiene, de la cautela del póntelo-pónselo; o que la catrera donde se daban cita fue donada nada menos que por Vladimir Putin.

La verdad, la pura verdad, es el escollo que le complica la existencia a Berlusconi en estos días. O mejor dicho, inseparablemente, la mentira. Porque el problema del primer ministro no reside tan sólo en las cosas que ha hecho, sino más bien en la discrepancia hipócrita entre las cosas que ha hecho y las cosas que solía decir, a favor de la familia y del recato en la conducta. No lo jaquea lo que hizo, que aunque sin dudas le resta votos también podría eventualmente sumárselos, sino la diferencia flagrante entre lo que hizo y lo que siempre dijo. Mintió, miente y mintió, con la solvencia y la presunción de impunidad que sólo podrían tener un líder carismático conservador o un empresario exitoso de los medios de comunicación (¡y Berlusconi es las dos cosas!).

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Apretado, pues, así, entre la verdad y la mentira, a Berlusconi parece quedarle una última esperanza: remitir todo el entuerto a ese limbo algo difuso donde las cosas no son ni mentira ni verdad. Llevarlo a ese universo singular que funciona más allá de la verdad y la mentira, en el sentido en que Nietzsche (salvando las distancias) procuraba un más allá del bien y del mal. Si logra llevar las cosas hasta ese punto, ya no tendrá que demostrar verdades ni tampoco que refutar mentiras; flotará cínicamente en las nebulosas en las que verdad o mentira ya no importan.

Una fuerte corriente de la política contemporánea tiende a resolverse de ese modo. Otras corrientes le ofrecen resistencia, convocan la verdad de la memoria, denuncian falsedades o incurren en ellas. Pero las otras tendencias se expanden y presionan: cualquiera puede decir cualquier cosa, lo que se le antoje, total no importa. Carlos Menem fue entre nosotros un maestro en ese arte. Desde los hechos más terribles de la vida, como lo es la muerte de un hijo, hasta los hechos más triviales y más frívolos, como una picadura de avispa o bien una cirugía estética, languidecían en ese callejón sin salida que no permite establecer qué es cierto y qué es falso; pero además, y sobre todo, que lo vuelve impertinente, que lo vuelve innecesario.

Un programa de televisión en la Argentina, que quizá por eso mismo llegó a tornarse tan irritante, transcurrió justamente en ese filo en que lo fingido y lo auténtico ya no precisaban distinguirse en la política local. A Berlusconi le convendría lograr ni más ni menos que eso, para zafar del lío que se le vino encima. Que lo que se dice y lo que se hace, lo que se fragua y lo que se admite, lo que se expone y lo que se oculta, dé todo lo mismo, dé siempre igual.