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La victoria del sabio romano

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Los romanos no tenían leyes y las pidieron a los griegos, pero éstos les respondieron que no las podrían entender y que, si las querían, antes debían disputar con sus sabios para ver si las merecían. Los romanos aceptaron el reto y, como hablaban lenguas diferentes, acordaron que la discusión sería por señas.

Pero los romanos no tenían un sabio que pudiera competir con los doctores griegos, y no sabían a quién poner, hasta que uno propuso que tomasen a un pícaro que hiciese las señas como Dios le diera a entender. Entonces, eligieron a uno muy bravucón y lo vistieron ricamente, “como si fuese doctor en la filosofía”. Los griegos, por su parte, eligieron a un sabio muy sabio.

Empezó el debate. Se levantó el griego y mostró el dedo índice. El romano le respondió extendiendo tres dedos. Después, el griego extendió la palma de la mano y el romano le mostró el puño cerrado. Con esto, el sabio griego dio por terminada la discusión y reconoció que los romanos merecían las leyes.
Los griegos aceptaron el dictamen de su representante pero, como no habían entendido las señas, le preguntaron qué era lo que había dicho y qué le había respondido el romano. El sabio explicó: “Yo dije que hay un Dios y el romano dijo que era uno en tres personas. Yo dije que era todo a su voluntad y él respondió que en su poder tenía el mundo. Cuando vi que creían en la Trinidad, entendí que merecían las leyes”.

Los romanos tampoco habían entendido las señas, y cuando interrogaron al pícaro, éste contestó: “Me dijo que con el dedo me rompería un ojo y yo me enojé y le respondí con ira que “yo le quebrantaría ante todas las gentes con dos dedos los ojos, con el pulgar los dientes. Después me dijo que me daría una gran palmada en los oídos y yo le respondí que le daría un gran puñetazo. Cuando vio que llevaba las de perder, se dejó de amenazar”.
Este cuento es muy antiguo y, en su versión en verso, puede leerse en un libro sin título, que hoy conocemos como Libro de buen amor, escrito por un tal Juan Ruiz, del que sólo sabemos que fue arcipreste de Hita (en la provincia española de Guadalajara). El Arcipreste escribió en la primera mitad del siglo XIV, cuando no se había inventado la teoría de la comunicación y nadie hablaba de emisores y receptores ni de códigos, canales o mensajes (o, por lo menos, nadie usaba esas palabras en el sentido que se les da actualmente), pero el debate entre el sabio griego y el sabio romano es una muy graciosa ilustración de problemas que se estudian hoy en día.

Cuando concertaron el debate, griegos y romanos comprendieron claramente que les hacía falta un código común, dado que unos y otros hablaban lenguas diferentes pero, al decidir usar un lenguaje de señas, no consideraron que, para que ese sistema de signos fuera un código común, fuera necesario un acuerdo previo sobre el significado de las señas. Tal vez pensaban que los gestos eran algo natural, compartido por toda la humanidad. Pero los gestos también son convencionales y tienen significados diferentes en las diferentes culturas.

Hay gente que encuentra placer en quebrantar los códigos y se jacta de ello. “Yo hablo como quiero”, dicen. Quizá tengan suerte, como el romano de la historia, pero lo más probable es que los malentendidos no los favorezcan. Incluso grandes escritores han llegado a decir disparates como que habría que eliminar la gramática. Toda lengua tiene su gramática. No puede existir una lengua sin gramática. Lo que esos escritores no entienden es que sus lectores los aprecian no porque creen un nuevo código (que, de todos modos, supondría crear una nueva gramática), sino porque usan creativamente el código común.
Es cierto: las lenguas cambian y los cambios los hacen los hablantes. Pero para que un cambio valga tiene que ser, primeramente, entendido y, en segundo lugar, aceptado. La lengua es una convención y una convención es un acuerdo entre partes. Si una sola de las partes se inventa una lengua propia sin el acuerdo del resto, no hay comunicación posible.

*Profesora en Letras y periodista
([email protected]).