Ya lo dijo Néstor Kirchner: “No miren mis labios (no crean en lo que digo), fíjense en mis actos”. Fue en su primer viaje a España, ante empresarios, una confesión y un desparpajo que los presidentes no pronuncian con frecuencia, típica del cinismo moderno y pervertido. Cristina, en cambio, evitó cultivar ese doble canon proclamado de su marido –al menos, no lo reconocía en público–, más bien presumió de una coherencia plausible entre lo que hacía y hablaba. Casi terca u obcecada en esa propensión tan ajena al ejercicio político cotidiano. Hasta que le intervinieron la cabeza en la Favaloro (en rigor, el proceso de cambio se inició unos días antes, cuando la necesidad económica del Gobierno y el apartamiento colectivo de los votos la obligaron a mudar de conducta). A menos, claro, que alguien quiera risueñamente creer que su neurocirujano haya procedido con una técnica más cultural que médica y le haya introducido criterios básicos de formación económica –de los llamados ortodoxos–, deseos por habitar mansamente el mundo aceptando ciertas hegemonías, amén de nuevas disposiciones a favor del diálogo y la comprensión con el universo opositor, que es una ameba. Por no mencionar en esa transformación la marejada individual que supone entrar a terapia intensiva y comenzar a interrogarse sobre el sentido de la vida, especialmente su duración.
Cristina no expresa todavía ese cambio, aunque lo practica. Se anota en las palabras de Néstor ante el auditorio español. Le cuesta, sin embargo, pasar de la revolución a la pequeña burguesía en su discurso. Salva mostrar esta disrupción con la excusa sanitaria de evitar las apariciones públicas, los mensajes televisivos. Debe ser tortuoso para Ella devaluar más de lo que prometió (y, además, que no alcance), pagar lo que se juró no se iba a pagar (la indemnización a Repsol), allanarse a los cometidos de Washington o endeudarse luego de haber hecho ley y conciencia la voluntad de desendeudamiento. Al revés, naturalmente, de su Jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, quien observa un proceso tan inverso como notorio, parcialmente redituable en esta fase. Sin olvidar, en el retrato del Gobierno, al nuevo ministro de Economía, Axel Kicillof, quien a medias disfraza en su relato la revolución dentro de la revolución, como si fueran los mismos espacios veranear en Caracas o hacer compras en Nueva York, preocupado ahora por respetar la “legalidad” en los procedimientos luego de haberlos vulnerado (que viene a ser, en su vida anterior de hace pocas horas, “la estupidez de la seguridad jurídica” que denostó en el Parlamento con ardor y miopía no correspondiente a los 42 años, más allá de títulos o academias). Por no citar su fantasía lingüística y cobista sobre “la no inflación”, a punto de caramelo cuando los consumidores van al supermercado.
Fascinante etapa, entonces, de la salmónida administración cristinista (peces que rejuvenecen cuando se añejan o están por morir, cuando van corriente en contra), sin saberse aún –a pesar de que son pocos los que acceden al búnker de Olivos– el nombre de la figura que pudo haber influido en la nueva caracterización mental de la dama, pesquisa a la que se someten los que son expulsados del disco y los que repentinamente han vuelto a subirse. Versiones abundan, antojadizas como señalan las crónicas, sin certezas: de Amado Boudou persuadiendo antes de la internación y a costa de los consejos de Carlos Zannini a la palabra papal, que llegaría semanalmente vía telefónica como antes aterrizaban las cartas del General desde Puerta de Hierro. El peronismo es sensible a estas maquinaciones y marca, como ejemplo, que en la discusión por el nuevo Código Civil la voz de Julián Domínguez, en Diputados, cercana tradicionalmente a la Iglesia, se alzaba con más potencia que la de Juliana Di Tullio por una sola razón: venía amplificada desde la residencia.
Nunca, como en esta ocasión de cambios, se produjo tanta dispersión en el Gobierno, antesala de futuras escaramuzas. En lo filosófico, por decirlo de alguna manera, Ernesto Laclau, otrora referente para incrementar la odiosa teoría amigo-enemigo, encuentra razones para persistir en Gran Bretaña: ya no es su hora. En la misma línea se desvanecen grupos radicalizados como La Cámpora o la mochila intelectual de Carta Abierta, aunque muchos compensan angustias de realización con más cargos públicos. Si no tuvieran esa tentación prebendaria, serían como las formaciones especiales de los 70 luego del regreso de Perón: imberbes a punto de ser expulsados de la Plaza (¡Y por Capitanich, no por “el Viejo”!). La desazón, sin embargo, es otra: saben ya que la revolución que no hicieron los viejos, el parricidio latente, tampoco la van a hacer ellos. Y, claro, por falta de presupuesto más que escasez de militancia, suponen. Hay quienes se alzaron irascibles en el primer momento de los cambios, tipo Luis D’Elía, y que súbitamente ahora razonan sobre la conveniencia patriótica de “ir todos juntos”, admitiendo además que el Gobierno se ha hecho cargo de la derrota electoral ante Sergio Massa y lo que expresó la mayoría. A su vez, el gran castigado, Guillermo Moreno, se retira con alguna ofuscación, advirtiendo traiciones de todo tipo –incluyendo alguna femenina y estelar–, se imagina una floración política en el destierro italiano digiriendo cannoli y, por supuesto, no cruzó una palabra con quienes lo desplazan del cargo. Si no considera respetuosamente a Kicillof, menos a su subalterno Augusto Costa, para el diccionario morenista un tirifilo izquierdoso que no supo prosperar en la escala profesional del tenis. Justo a él, auspiciante de equipos de fútbol del Ascenso, lo viene a reemplazar un devoto del deporte blanco. Algo más que una paradoja. Ayer se notaron esas diferencias: en público, Costa obtuvo aplausos cuando dijo: “No venimos a pelear con nadie”, luego de que un empresario le preguntara sotto voce: “¿Te vas a pelear con nosotros?”. Por si no alcanzara el metalenguaje, se sabe que Kicillof va por Izcovich y lo que resta del elenco morenista en la secretaría, también en otras áreas inspeccionadas (alerta sobre quienes han determinado los números del déficit comercial). Aunque se equivoquen, no pidan perdón, igual van por más participación en el erario, a la conquista. Siempre será por la Patria.