El significado de la palabra cultura se abre en múltiples sentidos, hasta crear un follaje de interpretaciones. Para algunos se limita a las artes, otros le agregan a eso los espectáculos. Hay quienes ven en ella las tradiciones de una comunidad o el folklore de un país. Y abundan los que ven culturas deportivas, económicas y hasta gastronómicas. Así como a ciertas personas la palabra cultura les genera desconfianza, otras parecen sentirla como una suerte de aval para darle un barniz de prestigio a lo que hacen. A veces se invocan “diferencias culturales” para justificar desencuentros, intolerancias e incomprensiones, y también para fomentar el “no te metás” en temas en los cuales un masivo y persistente sufrimiento humano reclama presencia, empatía y actitud (“No te metás, es otra cultura y tiene otros códigos”).
Cultura no significó siempre lo mismo a lo largo de la historia y en diferentes escenarios, como explica de manera impecable el ensayista y crítico cultural británico Terry Eagleton en su ensayo titulado precisamente Cultura, una muestra más de su amplio conocimiento, la agudeza de su mirada y el filo de su mordacidad. En un nutricio recorrido que va desde Platón hasta hoy, Eagleton observa el fenómeno desde diferentes perspectivas, pero con una convicción. Para él, sea lo que fuere, la cultura ha sido absorbida y deglutida por el capitalismo, del cual sería una antítesis, hasta convertirla, en todas sus formas, en un espacio más de producción y consumo (o consumismo). Así, este pensador observa que, de manera inocente o quizás no, se suele confundir cultura con modelo de producción y consumo. No hay una cultura del automóvil, dice como ejemplo, sino un modo de producir esos vehículos. Y de usarlos.
La cultura ya no es lo que podría rescatarnos de los enjuagues del poder, señala Eagleton, sino que, convertida en objeto de mercado, es cómplice de él. Llegados a este punto, y vista la complejidad y riqueza de la cuestión, cabe preguntarse qué rondaría en la mente presidencial cuando, en el comienzo de la gestión del actual gobierno, se prometió un cambio de cultura. En apariencia no se trataría de nuevos modos de producirla, exhibirla y consumirla (aunque hay en la gestión cultural oficial una tendencia hacia eso, sobre todo a lo que Eagleton denuncia como su banalización). En todo caso, aunque no estuviera claramente formulado, se dejaba entrever que se refería a la ética de los funcionarios, a los modos de hacer política y a los propósitos de esta actividad. También se sugería una nueva relación entre los tres poderes, en la cual el Legislativo y, sobre todo, el Judicial dejarían de ser simples herramientas funcionales del Ejecutivo.
Tras dos años y medio de gestión hay más preguntas (y dudas) que certezas en este tema. La cerrada y corporativa defensa de ministros y funcionarios cuyas actitudes y acciones, no solo en su vida pasada (cuando estaban en la gestión privada) sino en la actual (cuando son servidores públicos) son cuestionables y merecen más investigación, más tiempo para esa investigación, más atención a las pruebas y datos, no parece un cambio de cultura. Solo asemeja una versión light de la “cultura” anterior. Las sugestivas y oportunas decisiones de algunos jueces, organismos y funcionarios judiciales para liberar territorios donde se gestionan temas comprometedores para altas figuras del gobierno, tampoco aparentan un “cambio cultural”. Y mucho menos la tendencia a repetir que muchas de esas acciones, así como las conductas de los funcionarios cuestionados, “son legales”. Quizás lo sean, pero no todo lo legal es legítimo. Y, como sugiere el iconoclasta pensador francés Michel Onfray en Antimanual de filosofía: “Nunca prefieran la legalidad a la moralidad”.
En síntesis, a la vista de estas y otras cosas, queda coincidir con Eagleton en que no se trata de un “cambio cultural”, sino de un modo de hacer las cosas. Y en ese modo hay un “aire de los tiempos” que excede a los gobiernos y, en el fondo, cambia poco.
*Escritor y periodista.