El padre Grassi lleva hablando varias horas. No ha hecho lo que tantos imputados hacen: negarse a
declarar. Obró en sentido opuesto: va colmando de palabras las primeras jornadas del juicio que se
le hace. Es posible que la costumbre del sermón favorezca en el párroco cierto don para la perorata
extensa. Se ha corrido del púlpito al banquillo, y allí se explaya. Lo que no ha hecho hasta el
momento es pronunciarse sobre el asunto del que se lo está acusando. Es tan extenso lo que lleva
dicho que se teme que mantenga esta misma tesitura: omitir el asunto que se le imputa. Por ahora ha
preferido referirse a otras cosas: a la televisión argentina y algunos de sus programas. Habló del
programa de Susana Giménez, del concurso que allí se hacía, del productor Jorge Rodríguez, de la
periodista Miriam Lewin, de su informe para Telenoche investiga. ¿Sigue la tendencia dominante, que
es pensar que nada existe si no es por su aparición en los medios? No se trata de eso. El padre
Grassi intenta hacer ver que se trama un complot en su contra. ¿La TV ataca? Sí, supuestamente lo
ataca a él.
No es raro que los acusados acusen (veamos si no lo que ocurre en el juicio por Cromañón:
casi no pasa otra cosa). No todo el mundo tiene la altura de un Sócrates o de un Fidel Castro, para
entregarse a la absolución de la Verdad o de la Historia y despreocuparse del fallo de un mero
tribunal. Pero ocuparse así de los medios de comunicación de masas, como lo hace el padre Grassi,
implica en este caso abocarse a la esfera de lo más público, de lo que tiene o ha tenido
literalmente un público, cuando en verdad lo que se pide son explicaciones sobre los hechos más
privados, sobre la violencia de lo más íntimo. En este sentido lo que se espera no es un sermón,
sino más bien, en todo caso, y si acaso cabe, una confesión.
La Justicia determinará si Julio César Grassi cometió o no cometió aquellos actos perversos
de los que unos cuantos se declaran víctimas. Pero por lo pronto, al empezar el juicio, algo de
perverso parece haber en el rodeo de su discurso, en la demora de las declaraciones que importan,
en la decisión de poner su decir en un desvío. Si hubo o no hubo hechos perversos ya se verá; las
palabras, en todo caso, ya resultan un poco perversas.