El lunes 1º de septiembre murió en Uruguay la pianista Nybia Mariño. Destacada intérprete con reconocimiento internacional, a lo largo de sus 95 años se había convertido en una entrañable figura de la cultura de su país. En su extensa trayectoria tocó, entre otras grandes salas, en el Teatro Colón de Buenos Aires y recibió el aplauso de públicos de todo el mundo.
Tuve el honor de concurrir a su concierto con la Orquesta del Sodre –dirigida por Stefan Lano– el año pasado, en el que interpretó con exquisita sensibilidad y certera digitación el Concierto Nº 23 de Mozart, y también fue saludada por un afectuoso aplauso.
La capilla ardiente para despedir sus restos se instaló en el hall del Auditorio Adela Reta, donde había brindado ese concierto memorable, según comentaban sus allegados por un expreso pedido de ella.
Nos acercamos con un grupo de amigos vinculados a la actividad artística de Montevideo a media tarde para sumarnos al homenaje que se le brindaba. Estaban presentes sus familiares, discípulos, amigos y funcionarios del gobierno de la República –el ministro de Educación y Cultura, Ricardo Erlich, y el director nacional de Cultura, Hugo Achúgar– y del gobierno departamental.
Luego de que un sacerdote católico iniciara el responso, advertí un casi imperceptible movimiento de una funcionaria. Giré mi cabeza y vi que detrás de mí, en una cuarta línea de personas, se encontraba José Mujica, actual presidente de la República. Nadie atinó a realizar desplazamiento alguno que implicara destacar esa presencia.
Sin custodias ni ceremoniales, sin acompañamiento de simpatizantes o periodistas, el primer mandatario se había acercado a despedir a una figura de las artes del país que por mandato democrático preside.
El hecho puede ser sencillo, incluso excesivamente cotidiano. Presumo la crítica de algunos cultores del populismo que verán en destacar este acto la ingenuidad burguesa de exaltación de la austeridad. Sin embargo, creo que es una nueva lección que Uruguay y sus políticos dan al resto de los países sobre el sentido profundo de los valores republicanos y el rechazo de honores y oropeles que creímos desechados en la Asamblea (o Instrucciones, según la orilla del Río de la Plata en la que estemos) del Año XIII.
Un presidente que se desplaza entre la gente y hace un alto en su agenda para despedir a una figura del arte que enalteció a su país demuestra un compromiso con los fundamentos de la democracia republicana que son esenciales y lamentablemente han sido olvidados en muchas democracias constitucionales.
Y ese andar ligero entre los ciudadanos no está amparado en una popularidad unánime ni en una estudiada pose de asesores de imagen. Es un acto natural que muestra la convicción de que el cargo no da honores y de que la cercanía con el pueblo que gobierna es necesaria.
Tampoco es cierto que esas conductas son posibles por el tamaño del país y la cantidad de población. Muchos países pequeños tienen gobiernos autoritarios. Basta repasar el mapa y hacer ejercicios de geografía política. Estos elementos de un Estado no influyen necesariamente en sus comportamientos sociológicos ni en su organización institucional.
La ausencia de oropeles y honores que caracteriza a la sociedad uruguaya y a sus funcionarios revela la adhesión a un sistema de valores que proclama su Constitución.
El gobernante que se acerca a la gente sin intermediaciones que aseguren la adhesión es capaz de comprender el dolor humano y pensar en su alivio.
Finalmente, ésa es la razón esencial de la existencia del Estado: procurar el bienestar general. Porque, como bien expresa uno de los seis célebres personajes de Pirandello, el teatro es efímero, la vida es pasajera y el dolor es eterno.
*Profesor de Derecho Constitucional y Derechos Culturales. Reside en Montevideo.