La violencia de arriba genera la violencia de abajo”, predicaba el león herbívoro allá por los 70, a fin de justificar el accionar de los jóvenes idealistas que proponían su retorno al país. Logrado este cometido, la violencia de esos jóvenes idealistas continuó al percatarse de que el General no era tan progresista ni tan maleable, y que en el fondo seguía teniendo esa desconfianza visceral por todo lo que viniese desde la izquierda.
Tirarle el cadáver acribillado de Rucci fue la “natural” reacción de los jóvenes acostumbrados a intimidar a sus adversarios con bombas y balas arteras. “Me cortaron las piernas”, sollozó el General sobre el cuerpo sin vida de su leal seguidor. Entonces Perón no se imaginaba que después de muerto también le cortarían las manos.
Santa Evita, las manos de Perón y el relato K son, en última instancia, parte de nuestro sainete criollo con una buena porción de realismo mágico. Lo inexplicable, lo fantástico, lo ridículo y la mentira ramplona se mezclan en un pastiche multifacético donde coexisten los conceptos contrarios y contradictorios sin percatarse de su discrepancia o, mejor aun, coexistiendo “atados con alambre”, siguiendo las mejores tradiciones argentinas. La población reclama por la inseguridad y el Gobierno responde en forma ambivalente: por un lado, el doctor Berni ostenta un ánimo represivo; de no ser él ladero de la señora presidenta, ya habría sido acusado de “facho”. Y, por otro lado, la Justicia responde con un garantismo basado en la perspectiva culposa del “pobrecito”, cimentado sobre el principio de que los que delinquen son víctimas de una sociedad injusta. Esa circunstancia ya los exculpa de cualquier ilícito que pudiesen cometer, como si no gozasen de discernimiento o libre albedrío. El victimario es una víctima y, como tal, no merece un castigo.
Esta despenalización de facto, más un acelerado deterioro de las variables macroeconómicos, ha desatado los lazos de la violencia.
El crítico Claudio España decía que los argentinos vamos al cine para aprender a ser argentinos. La película Relatos salvajes es un ejemplo de una nueva argentinidad, reflejo de la violencia desatada en esta sociedad. Cualquier nimiedad es una buena excusa para desencadenarla. La indiferencia burocrática, el gesto procaz y las frustraciones se convierten en justificativos de exabruptos y venganzas, más cuando reciben periódicamente la dosis de crispación “de cada día” por cadena nacional. El mensaje subliminal de un gobierno que busca culpas ajenas para los males propios, alzando dedos acusadores con discursos de barricadas a fin de sembrar el miedo entre sus enemigos, promueve una sociedad en perpetua confrontación, la del “conmigo o sinmigo”, la del ataúd en el palco de Italo Luder con un exaltado Herminio Iglesias (del que ya nadie se acuerda). Parafraseando al General, me atrevo a afirmar que “la crispación de arriba genera la crispación de abajo”, aunque sospecho que la eterna amnesia populista ya olvidó a la “atosigada” Isabelita, el ataúd de Herminio, las zozobras del Tío, al “borrado” Casildo Herrera y otras delicias del folclore político nacional. Es muy probable que mañana también se olviden de este aire confrontativo de la misma forma que el pueblo filipino se olvidó de los zapatos de Imelda Marcos y de los 10 mil o 15 mil millones de dólares que sustrajo junto a su ahora frígido marido, Ferdinando Marcos (y lo de frígido no es peyorativo, ya que el ex presidente descansa en suspensión criogénica). Estos dineros mal habidos le permiten a Imelda hacer vida de reina chica en Filipinas, donde goza de fueros otorgados por su eterno puesto de diputada (por tres provincias distintas). A los 85 años, Imelda piensa en presentarse como candidata a la presidencia de su país.
Con el realismo mágico del sueño populista todo es posible.
*Médico y escritor.