Dante Alighieri pasó en Ravena los últimos años de su vida, hasta el 13 de septiembre de 1321, el día de su muerte. Fue sepultado en el cementerio de la iglesia de San Francisco, en esa ciudad. En 1600, un fraile franciscano escondió los restos detrás de un muro de la iglesia para que no estuvieran al alcance de la avidez de los florentinos, que siempre se habían declarado deseosos de devolver los restos a la ciudad natal del poeta. En 1780, sus restos mortales fueron trasladados a un pequeño templo, y en 1865, una parte de ellos fue puesta en seis sobres. Esta empresa la llevó a cabo el escultor Enrico Pazzi, que se metió cinco sobres en el bolsillo en pago por el busto dedicado a Dante que todavía puede verse en la Piazza Santa Croce, en Florencia. En 1889, Pazzi donó uno de estos sobrecitos a Desiderio Chilovi, que entonces era el director de la Biblioteca Nacional de Florencia. Sus restos reposaron en calma hasta 1929, año en que volvieron a salir a la luz para ser expuestos en la nueva Biblioteca Nacional, que entonces todavía estaba en construcción.
¿Cómo es posible que desaparecieran las cenizas de Dante, como una media que no se sabe dónde fue a parar? El hecho es que no volvió a saberse nada de ellas. En 1935, la Biblioteca se mudó de la sede de los Uffizi adonde se encuentra actualmente, en Piazza Cavalleggeri, y ya se sabe lo que pasa en las mudanzas. El 19 de julio de 1999, dos empleados, revolviendo en el segundo piso de la Biblioteca Nacional de Florencia entre los estantes de libros sobre viajes impresos en el siglo XVII, volvieron a encontrarlas. Notaron la presencia de un objeto anómalo, lo sacaron y lo llevaron, como colegiales alcahuetes, a la directora. Un escribano de Ravenna llamado Saturnino Malagola había escrito el 9 de junio de 1865 en el sobre: “El polvo que se encuentra aquí dentro fue recogido del paño sobre el cual se posaron los huesos de Dante Alighieri”.
La directora de la biblioteca, ese mismo día, presentó en una conferencia de prensa el sobrecito, de 11,5 por 7 centímetros, metido dentro de un marco negro, debajo de un vidrio, sellado de forma tal que asegurara a simple vista la identidad oficial de la reliquia.
Llegados a este punto, quiero enviarle al poeta mis más sinceras disculpas, darles las gracias a esos dos ejemplares empleados estatales y atreverme a predecir que no es éste el último acto de una historia en la que se mezclan burocracia, protagonismo pseudocultural, intereses privados y escaso respeto por la memoria. Es probable que en ese Paraíso que Dante inventó le hayan concedido un lugarcito cómodo y silencioso en pago por las desventuras sufridas en vida. Es difícil imaginar los gustos de los muertos, pero no me parece demasiado atrevido pensar que el genial florentino hubiera preferido una tumba cualquiera y un texto sencillo –por ejemplo, uno que dijera “A Dante Alighieri, 56 años, poeta. Con gratitud infinita”–, y no esta inmensa farsa que cuanto más crece más repugna, y que ni siquiera tendrá fin el día que de los restos del poeta no quede ni una mera mota de polvo, una célula sola, una pelusa.