Las damas del poder distan de necesitar la cláusula del cupo para que se las reconozca. Se imponen en las veredas respectivas. La pregonada “cuestión de género”, pierde –en tanto pretexto– la legitimidad.
En la vereda oficial, la Presidenta, señora Cristina Fernández. A pesar de la marcada acotación conyugal, del límite apreciablemente público, La Elegida ostenta los atributos de una fuerte personalidad que la torna distante. Con la altivez que irrita, espanta o encanta. Nunca, a través del género, genera indiferencia.
En la vereda de la contestación, es otra dama la que contiene la expresividad más contundente. Encarnada por la arquitectura intelectual de la señora Carrió. La Lideresa –Carrió– convive con crecientes dificultades para destacarse en la triste campaña de referencia. Porque vive en permanente estado de campaña electoral. Modelo diseñado para Dick Morris. Por acumulación, las presentaciones televisivas, cotidianamente estelares, a Carrió le disminuye la posibilidad potencial del impacto. Especialmente porque ya no está “sola en la causa contra el kirchnerismo”. Debe compartir el escenario ante el sensible electorado de la capital, superpoblado de adictos al consumo político que conocen de memoria hasta sus pausas. O las vacilaciones de la mirada errante que busca tácitas aprobaciones.
Trátase –Buenos Aires– de la entrenada metrópoli de los altibajos. Donde logró seducir el magnetismo ideado para académicos que propone la señora Gabriela Michetti. Una dama de poder que ofrece el componente explícito de la vulnerabilidad física, pero que pronto deriva en emblema de fortaleza. En paradigma de integridad. En densa calidad de discurso, Carrió, invariablemente, supera a Michetti.
Sin embargo, Michetti conmueve. Por la sobriedad de la inteligencia que debe ser rastreada entre el cúmulo prescindible de palabras que sobran. Y pasan –por el efecto de la conmoción– a un costado. Significa que la presencia de Michetti resulta más gravitante que las ambigüedades del discurso que emite.
El género –sin cuestión–, en la provincia de Buenos Aires presenta el dilema que nutre el análisis. Dos mujeres emergen, aquí como prisioneras inevitables de la simbología. La señora Nacha Guevara y la señora Claudia Rucci. Persiste una tercera, la señora Margarita Stolbizer, que celebra, a través de la frugalidad de su presencia, la militancia distrital. Nacha Guevara irrumpe como la estrella de colección del kirchner-sciolismo. Claudia Rucci es, hasta hoy, la exclusiva revelación del calificado PRO-peronismo.
Ambas damas remiten al imaginario que las completa. Evita, o la presumible persistencia del amor popular, en el caso de Nacha. José Ignacio, o la brutalidad del crimen ideológicamente insostenible, en el caso de Claudia. En el estricto sentido del término, el gasto lo hicieron Kirchner y Scioli. Con la invención de Nacha como producto electoral. Pero quien se lleva los méritos consagratorios del resultado es el gremialista Venegas, al que llaman –grotescamente– El Momo. Por ser el impulsor del producto Claudia, que es natural y no requiere esmeros en detalles de terminación. Emerge Claudia como pilar del voluntarismo publicitario, que encabeza –con insuficiente inserción distrital– Francisco de Narváez.
Mientras a Nacha le cuesta, hasta el cierre del despacho, encontrar la justa tonalidad que pueda enriquecer la tesitura de su campaña, Claudia asume la propia simbología, puesta a punto, y con la dignidad del silencio. Sin detenerse en la sobreactuación trágica del parentesco. Salvo que se lo saque a relucir el inoportunismo del momentáneo adversario. Claudia aporta credibilidad y emoción. Datos superiores para los estudiosos que toman aún con seriedad la superstición del fenómeno peronista. Y dispone de un discurso “gentista”, menos que elemental. Casi precario. La luminosidad física de Nacha no alcanza, aún, a conmover los espejos. La simbología mantiene, en prospectiva, el riesgo inalterable de la decepción.
*Periodista y escritor. Extraído de jorgeasisdigital.com.ar