Desde hace 15 años la Ciudad Autónoma renuncia a ejercer la autonomía que su Constitución consagra en el ámbito electoral.
Efectivamente, la Constitución de la Ciudad, sancionada en 1996, establece que “una ley sancionada con mayoría de los dos tercios de los miembros de la Legislatura debe establecer el régimen electoral”. Sin embargo, los porteños seguimos valiéndonos del régimen electoral y de los partidos políticos heredado del nivel nacional en el momento en que se dictó la Constitución, salvo aspectos muy puntuales. Podría pensarse que la aceptación de este régimen heredado responde a la satisfacción de la ciudadanía. Nada más alejado de la realidad: la Ciudad tiene numerosas demandas relacionadas con la transparencia de los procesos electorales, la calidad de la representación y el funcionamiento de los partidos, que el actual sistema no resuelve.
Basta mencionar que las listas espejo, las colectoras múltiples, las dobles candidaturas y la multiplicación de los partidos como microemprendimientos personales para obtener financiamiento público son prácticas comunes en el sistema político porteño. Lo mismo ocurre con otras más sustantivas y que exceden el proceso electoral, como la apropiación y colonización de las estructuras del aparato estatal con fines partidistas.
Por eso, es curioso que los legisladores refieran a la autonomía de la Ciudad para reclamar que las elecciones se hagan en fechas separadas a las elecciones nacionales, mientras que el proceso electoral y el sistema político porteños están regulados por un régimen electoral impuesto y que no responde las demandas ciudadanas.
Mientras otros distritos avanzan con reformas para mejorar la calidad del proceso electoral, la Ciudad no ha podido en estos años dotarse de un régimen electoral y de partidos políticos propio. Cumplir con el mandato constitucional constituye un paso esencial en la tarea de construir una democracia de calidad para los porteños.
*Investigador de Cippec .