Tengo la impresión de que aquella idea de que todos los políticos son iguales, que antes se oía casi por todas partes, ahora ha caído felizmente en desuso. Siempre me pareció que tamaña generalización, potenciada en el lugar común, no era tanto la expresión de una supuesta homogeneidad en la dirigencia política argentina como la expresión de una profunda pereza política nuestra, de los votantes, de los ciudadanos, para ocuparnos de matizar y discernir. Durante los terribles días de finales de 2001, pese a que otros percibieron ahí la emergencia de un alto grado de concientización política, la tara generalizadora llegó a mi entender a su punto más alto con la consigna torpe (y prontamente olvidada) de que se fueran todos.
¿Todos? ¿Todos por igual? Nuestra perspectiva política adopta en la actualidad un criterio bastante más elaborado. Escuchamos, leemos, sopesamos, dirimimos; al menos yo no escucho que se diga que Macri y Nicolás del Caño son iguales, que Scioli y Margarita Stolbizer son lo mismo. Nos disponemos a detectar sus diferencias, para mejor razonar y elegir.
Estos años de tan álgidas discusiones políticas fueron los que propiciaron este enfoque más agudo por parte de todos nosotros. La práctica cotidiana del desacuerdo y el debate nos fue habituando a esa evidencia: que los políticos no son todos iguales; y que nosotros, los ciudadanos, no pensamos todos lo mismo ni anhelamos todos un mismo modelo de país. Según parece, hay ciertas personas a las que esos disensos y esas diferencias se les han acabado volviendo una grieta. Eso habría que asignarlo, sin embargo, a la intolerancia o la irritabilidad, a la prepotencia o la agresividad de algunos temperamentos: los que se han dejado agrietar. Los políticos no son todos iguales, y nosotros tampoco. Saberlo y convivir es mejor que habitar, indiferentes, en el reino de lo indiferenciado.