El año cierra con frentes abiertos, en medio de fuertes –aunque esperables– reestructuraciones en el Ministerio de Cultura porteño: al desplazamiento de Graciela Casabé del Festival de Teatro de Buenos Aires se sumó, el viernes pasado, el paso al costado de Fernando Martín Peña, director del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires durante los últimos tres años. En los próximos días, cuando surjan los nombres de los reemplazantes, comenzarán, finalmente, a hacerse más definidas las directrices de la gestión macrista en materia cultural.
Pero fuera del ámbito oficial, ¿cuáles fueron los aspectos más destacados del 2007 en la escena, por ejemplo, literaria? Hay cuestiones más visibles que otras, pero es evidente que este fue el año del despegue definitivo de las editoriales independientes, que venían trabajando de manera sostenida desde la crisis de 2001. Sellos como Mansalva, Caja Negra, Santiago Arcos, Paradiso, Tamarisco, Entropía o Interzona (algunos con experiencia acumulada, otros recién en el comienzo de su existencia) consolidaron sus catálogos y ofrecieron los títulos más atractivos y sorprendentes que hoy se exhiben en librerías. Al mismo tiempo, parece haber sido el tiempo de la aparición en conjunto de la nueva narrativa argentina, a través de antologías de circulación masiva y temas vendedores (el sexo, los casos policiales, los barrios de Buenos Aires) y, más llamativo aun, la explosión de los ciclos de lecturas públicas, que se sucedieron a un ritmo casi frenético (las del Grupo Alejandría, Los Mudos o Carne Argentina, entre otros), en un movimiento que tuvo mucho de espontáneo y fue acompañado por el público.
El año cierra también con la reaparición de un género olvidado, la crónica periodística (con libros imprescindibles como La ruta del beso, de Julián Gorodischer; Los imprudentes, de Josefina Licitra, y el más reciente Golden Boys, de Hernán Iglesias Illa), y con un vuelco de la producción de narrativa local hacia una suerte de “literatura del yo”, con las nuevas novelas de Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Alan Pauls. Además, claro, de haber sido una temporada fructífera en materia de premios para los escritores argentinos: Pablo de Santis ganó el Planeta, Ariel Magnus el Norma y Martín Kohan el Herralde.
Un panorama aparentemente alentador. Pero sólo en apariencia. Porque hace poco tiempo, también, algunos grupos editoriales tomaron la decisión de alzar el precio de los libros llevándolo a un piso de cuarenta pesos: hoy son casi inexistentes los títulos que salen a la venta con un PVP menor. La excusa que más se escucha es el aumento desmedido del valor del papel, que es importado, pero lo cierto es que se trata de una medida expulsiva, que aleja aún más a los potenciales compradores de las librerías. Algo tal vez no demasiado acertado en un país donde, según datos de la Secretaría de Medios de la Nación, un 43,8 por ciento de la población no leyó ningún libro durante 2006, el promedio de lectura de los que sí lo hicieron es de apenas cuatro libros por año y –aunque el 70 por ciento de los encuestados dice haber leído por placer– los títulos más mencionados son La Biblia, El Código Da Vinci y El alquimista. ¿Cuál es, entonces, la relación de los argentinos con la literatura? No muy estrecha, a la luz de los datos estadísticos. Y aunque se sabe que –desde una visión utilitaria– la literatura no sirve para mucho, también es cierto que las sociedades sin imaginación, como dice Alberto Laiseca, se hunden por su propio peso.