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Dilema clave

Las dos razones que se enfrentan el 26

Ajuste, desigualdad y cansancio social ponen a prueba la gobernabilidad de Milei y los suyos.

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Milei. Ya hemos visto su escaso compromiso con Malvinas. | AFP

Podría decirse que el análisis de la Argentina alterna dos momentos. Uno, acaso el más frecuente, es la percepción de que los acontecimientos se repiten fatalmente impidiendo que el país adquiera un rumbo estable y progresivo. El otro, sin embargo, se vincula con los hechos inesperados o las condiciones excepcionales que le suceden o se le atribuyen. Metáforas como “los ciclos de ilusión y desencanto” o “el eterno retorno argentino” evocan el recorrido de una nación que reitera inexorablemente las mismas frustraciones: despegues económicos interrumpidos por estancamientos sistemáticos, esperanza en líderes políticos que vuelven a fracasar, riqueza que no se reparte porque no se crea. Contrapuesta a este trabajo de Sísifo, aparece la excepcionalidad argentina, que puede ser tanto verdadera como mitológica. Hoy es Vaca Muerta. Durante muchos años lo fue la pampa húmeda, una mezcla de verdad y sueño. Lo cierto es que la afirmación de Simón Kuznets, aunque irónica, sigue siendo válida: hay cuatro tipos de economías en el mundo: las desarrolladas, las que están en vías de desarrollo, Japón y Argentina. Japón, un país que con pocos recursos prosperó; Argentina, un país que con recursos abundantes declinó.

En estos días el país atraviesa uno de los momentos más impactantes de excepcionalidad en su historia moderna. Primero, recibe una poderosa ayuda económica directa del gobierno norteamericano, que se suma a un generoso acuerdo con el FMI, con el explícito objetivo de influir en los resultados electorales a favor del

Gobierno; segundo, su posicionamiento internacional está absolutamente alineado, sin la más mínima fisura, con EE.UU.; y tercero, el Presidente ofreció un show donde cantó en forma estridente y agresiva, encabezando una banda de rock integrada por legisladores y funcionarios, lo que provocó dudas acerca de su estado de salud mental. ¿Cuál es el rasgo que atraviesa estos tres hechos? Desmesura y pérdida de soberanía parecen los adjetivos adecuados para describirlos. No desentonan con eso Donald Trump y su secretario Scott Bessent, dispuestos a doblar la apuesta, aunque en un único sentido: apoyar el proyecto de Milei sin alternativas. El secretario del Tesoro sigue minuto a minuto las fluctuaciones del mercado de cambios y bonos para intervenir con dólares si se observan señales negativas o, ante ellas, formular promesas grandilocuentes, como agregar a la cuenta, probablemente impagable, 20 mil millones de dólares más. Nunca ocurrió y será materia de los historiadores.

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La intervención directa del presidente del país más poderoso del mundo le otorga a la elección legislativa nacional una resonancia mundial. Trump mencionó varias veces a la Argentina entre los diversos temas globales que tocó en la inesperada conferencia de prensa ofrecida después de reunirse con Milei. Tanto énfasis parece justificado por razones geopolíticas, que compiten en importancia con una concepción económica que Trump sobreactúa, pero que comparte el establishment mundial: los países emergentes con déficit fiscal están en el camino equivocado. Esta es una razón legítima, con fundamentos técnicos y propósitos ideológicos que, no obstante, tropieza con una dificultad a veces infranqueable: el balance de pérdidas y ganancias que hacen los ciudadanos para decidir por quién sufragarán. La ya clásica teoría del voto por razones económicas fue expuesta por el politólogo Anthony Downs hace décadas. Su conclusión es sencilla y se ha verificado con mucha frecuencia: el que votó por un candidato que logró llegar al gobierno evaluará cuidadosamente sus condiciones materiales a la hora de volver a votar; si las considera favorables, lo reelegirá, si no, optará por la oposición.

Trump y Georgieva crean kirchnerismo

Este es un dilema clave de los gobiernos en democracia: cómo compaginar la racionalidad económica con las necesidades y demandas de los votantes, especialmente en el caso de los países emergentes. En otra sintonía que la de Trump y Milei, fanáticos de la libertad de mercado y detractores tenaces del Estado, Kristalina Georgieva, la titular del FMI, reconoce la dificultad cuando afirma: “Lo más difícil es llevar a las personas contigo, convencerlas de que un déficit fiscal creciente y más gasto público no es bueno para ellos. Todavía no hemos descubierto cómo hacer eso, cómo llevar a las personas con nosotros en cosas que son difíciles”. El problema, que tal vez Georgieva no advierte, es que existe un conflicto de valores. Para el establishment, mantener la disciplina fiscal y evitar el gasto público desmedido no es solo una cuestión técnica, es también una suerte de baluarte moral. Una disciplina indispensable que expresa el bien. El votante, sin embargo, concibe la cuestión de otro modo. Para él rige una escala diferente: tener un trabajo estable e ingresos suficientes, porque eso es lo que considera bueno y justo.

Esta disyuntiva la planteó Max Weber cuando el sistema económico moderaba los niveles de explotación sobre los que Marx había edificado su teoría. Sostuvo que, en abstracto, la racionalidad formal del capitalismo, cuyos rasgos definitorios son hoy la libertad de mercado, el equilibrio fiscal y la baja inflación, no tiene nada que ver con la racionalidad que llamó material, determinada por los valores de justicia y la aspiración a la felicidad. Cuando la gente vota, esta ajenidad entre las dos racionalidades no es sostenible por mucho tiempo, porque no puede ajustarse el presupuesto sin atender al reparto de los bienes si se pretende ganar elecciones. Weber observó que para la política económica el único modo de hacer coincidir la racionalidad formal con la material es por medio de una política de ingresos. A través de la distribución de estos, afirmaba, “puede decirnos algo la racionalidad formal acerca del abastecimiento material”.

Este es el problema que enfrenta Milei, y antes enfrentaron Menem y Macri: a sus razones la sociedad opone otras. Esa discrepancia se dirimirá el 26 de octubre. Los estratos medios y medio bajos, que sobrellevan el ajuste, están diciendo, para el que quiera escucharlo: podemos aceptar y aun apreciar el ajuste de las cuentas públicas, siempre y cuando el Gobierno entienda que para acompañar ese saneamiento debe haber un reparto mínimamente equilibrado de los recursos, porque algo no cierra cuando para alcanzar el superávit fiscal millones de familias deben tener déficit en sus presupuestos.

No es la economía, estúpido

Ante esa objeción, los gobiernos que ajustan apelan al argumento del oasis después del desierto: el derrame de la copa, los brotes verdes. O esta vez será distinto. Pero acá no existe excepcionalidad ni alcanzará con los dólares de Trump si no hay crecimiento: la sociedad se harta cuando comprueba que el sacrificio nunca se convierte en bienestar. El quiebre de la paciencia es variable: a Menem le tuvieron más, a Macri menos. Cuánto le tendrán a Milei, el rockstar, lo sabremos el próximo domingo.