En 1980, Reinaldo Arenas abandonó Cuba en un bote como parte del éxodo del Mariel, la salida de ciento treinta mil compatriotas hartos del castrismo. Cuarenta años más tarde, Cuba vuelve a salir en los diarios por las protestas de sus ciudadanos, ahora agrupados detrás de la consigna “Patria y vida”, la variante humana del truculento clásico “Patria o muerte”. Algunos intelectuales extranjeros reclamaron el final de la dictadura pero con el correr de las semanas las noticias sobre el hambre, la represión y la censura han dejado de aparecer, aunque resurgirán dentro de algún tiempo como para constatar que pasaron algunos años más de los sesenta que lleva la tiranía. Pero justo en estos días, Editores Argentinos publicó Necesidad de libertad. Grito, luego existo, una colección de artículos y cartas que Arenas, recién instalado en los Estados Unidos, escribió para denunciar lo que ocurría en Cuba y hacerlo con toda la voz de la que era capaz.
Esa voz era potente y estaba inflamada por la ira. En uno de los ensayos, “Elogio de las furias”, escribe Arenas: “Habiéndolo perdido casi todo, aún un dios invulnerable nos inspira y sostiene, el dios de la cólera. Él nos ha alentado en los momentos de mayor espanto. Gracias a él hemos tenido y tendremos fuerzas para decir eso que no nos permiten decir y somos, nuestro íntimo e intransferible desasosiego, nuestro inexpugnable estupor.” A lo largo de las páginas, se nota que el estupor de Arenas, su irreprimible bronca, estaba tan orientado contra el sistema que asesinó, amordazó, torturó y expulsó a los disidentes como contra sus cómplices en el mundo de la cultura. Y ni siquiera tanto contra los esbirros del régimen responsables de las privaciones, el silencio, la persecución y la muerte de los artistas cubanos como contra quienes, instalados en la comodidad de las democracias occidentales, utilizaban la libertad de la que gozaban en sus países y mientras los cubanos la tenían negada para adular a Fidel Castro y al Che Guevara, además de colaborar con la propaganda destinada a ocultar la realidad de la isla.
Cuarenta años más tarde de las enfurecidas y justas diatribas de Arenas, que pocos parecían dispuestos a escuchar entonces, la historia ha producido cambios que acaso lo hubieran sorprendido: Castro ha muerto y Cuba no es más un peón de la Unión Soviética, como parecía inevitable para sobrevivir al desastre de su economía. De todos modos, el desastre cubano no hace más que empeorar, pero el régimen sigue proveyendo el know how para la conservación del poder totalitario y policial a los países de la región interesados en imitarlo (que son cada día más) y beneficiándose del guiño tolerante de los países democráticos, con sus académicos progresistas en primera fila, frente a cualquier atrocidad.
Pero más allá de los gritos desesperados de Arenas, hay en el libro un largo artículo que sirve para medir la calidad de su prosa y la profundidad de sus argumentos. Se llama La isla en peso con todas sus cucarachas y está dedicado a Virgilio Piñera, una de las víctimas más valiosas y más indefensas ante la infamia comunista y su inaudita hipocresía. Por otra parte, es imposible pasar por este ensayo sin sentir la imperiosa necesidad de leer a Piñera. Arenas era capaz de ser muy elocuente.