Como todo año que comienza, 2021 generó la enorme expectativa de dejar atrás los fantasmas del 2020, con la sombra dominante del cisne negro de la pandemia marcando a fuego el recuerdo de todo lo que pasó. Pero también es el momento en que se hacen los propósitos del tiempo que recomienza, como poniendo en cero nuevamente el marcador y esperando no repetir los infortunios. En esto, hay unanimidad, pero el consenso se debilita cuando nos preguntamos sobre las lecciones aprendidas de la crisis: todos queremos evitar los males, pero disentimos acerca de cuál es el mejor camino para evitarlos si volvieran a reeditarse algunas de las circunstancias.
Argentina experimentó una caída en el ingreso de su población tan brusco como el de la otra gran crisis reciente, la de 2001-2002. Por razones opuestas, tienen un rasgo común: este verano se cumplen 20 años del inicio de la recta final de la vorágine que desembocó en la implosión de la convertibilidad, el corralito, la moratoria unilateral de la deuda, la pesificación asimétrica, el congelamiento de los depósitos y la ruptura de los contratos de servicios públicos. Sin embargo, la crisis terminal de la convertibilidad que empezó, paradójicamente, con el anuncio del espejismo del “blindaje” (con relato y apoyo mediático de rigor) nunca terminó de aunar un diagnóstico homogéneo entre economistas y políticos.
Las lecciones del año de pandemia son las que deberían ponerse en práctica ya, lo que la crisis, como la de hace 20 años se supone que deja como saldo para sacar provecho. Quizás la primera de todas es no insistir en separar la economía del resto de las actividades humanas: el Excel resiste todo, pero se choca contra la realidad y los modelos a veces asumen comportamientos que en los hechos no se desarrolla de esa manera. Si bien se reconoce que no hay una dicotomía entre salud y producción, optar por sólo una de ellas abstrayendo al resto de los aspectos puede incluso ocasionar un daño en ambos frentes.
Al principio de las cuarentenas se estimaron que 4 millones de personas precisarían una ayuda inmediata de parte del Estado, pero se anotaron para recibir lo que sería el IFE, casi tres veces más. La precariedad laboral y el impacto de la inactividad emergió con toda su fuerza. La emisión monetaria para cubrir el rojo fiscal producido por la caída de ingresos y el aumento de los gastos, no se volcaría a los precios. La realidad demostró que hubo que acudir a congelamientos, controles y la misma inactividad para poder terminar el año con 36% de aumento en el IPC, pero con fortísima presión para este primer trimestre.
Por último, la pandemia mostró que hay métodos diferentes de producción, de consumo y de organización que aceleraron la llegada del futuro previsto. Imposible no tomar nota de esto ni pretender que no surja una demanda diferente que modificará el escenario. Pero es probable que el paso del tiempo muestre que la adaptación a la nueva normalidad será más difícil que el cambio ordenado de golpe por la pandemia. Esta será la clave para que sus lecciones sean fructíferas.