A partir de la crisis del euro, desatada al explicitarse los problemas fiscales y de endeudamiento de Grecia, España y Portugal, y de la necesidad de estos países de ajustarse después de vivir por encima de sus medios durante años, mucho se ha hablado, desde aquí, de las lecciones que estos países en particular, y Europa en general, podrían aprender de la crisis argentina de finales del siglo pasado. Curiosamente, lo que manifiestan muchos políticos y analistas locales es que el “ajuste” que se les pide a los países mencionados resulta una mala solución, teniendo en cuenta la experiencia local de 2001.
Sin embargo, el ajuste que intentan hacer estos países es, precisamente, para evitar la crisis argentina de 2002. Es decir, lo que tratan de instrumentar los políticos europeos, bajo un paraguas fenomenal de financiamiento, es un programa que aleje el default, o la reprogramación de su deuda, y que impida la destrucción patrimonial fenomenal a la que llevaría el abandono del euro. Similar al desastre que surgió en nuestro país, con el default y el abandono de la convertibilidad.
En ese sentido, los líderes europeos tienen muy en claro que la “solución argentina” genera costos aún mayores que los que puede tener el brutal esfuerzo que hoy se les pide a los ciudadanos de sus países.
Si los programas enunciados serán posibles, viables y suficientes para lograr ese objetivo es lo que hoy está en duda y es lo que sigue creando una gran incertidumbre en el mercado de capitales.
A la inversa, son los líderes argentinos los que tienen cosas que aprender de la situación europea.
Lo que está viviendo la Europa “mediterránea” es la crisis de su Estado de Bienestar y de los “lujos” que se han dado en materia de gasto público y de regulaciones intervencionistas, financiados con endeudamiento y una estructura impositiva con amplias distorsiones.
En la raíz de la crisis de estos países está la pretensión de vivir con un estándar de vida incompatible con la productividad de su economía. Todo aquello que el populismo argentino “envidia” del Estado europeo: sistemas jubilatorios generosos, regulaciones laborales extremadamente sesgadas hacia los sindicatos, un enorme aparato burocrático por país y superpuesto con un enorme aparato burocrático comunitario, millonarios subsidios para los productores europeos de sus sectores más ineficientes, privilegios especiales para el empleo público, sin discriminación por calidad, amplios subsidios al desempleo y beneficios sociales extraordinarios.
Todo ello es lo que hoy no se puede sostener. Y, sobre todo, no resulta sustentable.
Lo que está en crisis en Grecia o en Portugal o en España es lo que a nosotros nos gusta.
Lo que hoy, entre otras cosas, les está pasando a esas sociedades es que, desde su ingreso al euro, pudieron por un tiempo financiar sus excentricidades con las ventajas de “pertenecer”. Eso encontró un límite y tienen que reformarse estructuralmente, concentrando el gasto en quienes realmente lo necesitan, cambiando sus sistemas impositivos, y sus regulaciones, eliminando privilegios desmedidos e infinanciables y trabajando para cerrar, de a poco, la brecha de productividad con el resto de Europa o acostumbrarse a un nivel de vida diferente.
Y ése es el desafío para sus liderazgos políticos de aquí en más.
La Argentina, por su parte, sin posibilidades de aumentar demasiado el endeudamiento voluntario, después del default, financió su propio esquema regresivo de subsidios, intervencionismo, pseudogenerosidad jubilatoria –con licuación de las jubilaciones que superaban la mínima–, regulaciones laborales “protectivas” –pero sólo para los que están en blanco–, etc., primero con el “milagro del yuyito”. Después, con la expropiación de los ahorros previsionales. Y ahora, con la inflación –la frutilla del postre que transforma el supuesto Estado de Bienestar en Estado de Malestar.
El desafío entonces para los nuevos liderazgos locales no será seguir construyendo fantasías populistas financiadas por los pobres. Por el contrario, la Argentina de los próximos años deberá edificar sobre realidades. Aplicar nuestra inteligencia, capacidad innovadora, sentido común a mejorar la productividad y la capacidad de generar riqueza de manera de armar un genuino y sustentable Estado de Bienestar, para aquellos que realmente lo necesitan.