Yo –que comparto la desazón de Link ante la fiesta obligada que impera sobre uno aunque uno decida dopar al perro contra los cohetes y estrellitas e irse a dormir a las nueve de la noche– ya aprendí a hacerme un lado. Lo mejor es relajarse y gozar. Y participar del menú lo más activamente posible para –al menos– comer rico. Muchas familias, por ejemplo la mía, se niegan a prender el horno en Navidades; entonces el menú es frío y muy poco interesante, y consta de cosas frías que se entibian a los 40 grados del ambiente. Debo pensar rápido una alternativa alegre y proponerla por la fuerza.
La Avenida de Mayo se engalanó (gesto de doblar las falangetas por sobre las falanginas de dos dedos) con unas lucecitas que no sólo parecen querer decir “¡jo, jo, jo!” sino también: “Hay crisis y se acabó el derroche, incluso el de belleza”. Cumplen su doble rol: alegran y ahorran luz. Dale. Paguemos juntos y entre todos la estética de la Ciudad. Nuestros impuestos (merced a Telerman y Macri) aumentaron tanto que es justo que reclamemos tanto obras prácticas (asfalto, becas, subtes) como bellas (lucecitas, adoquines, festivales). Si mi opinión le interesa en algo al cobrador de impuestos, aquí va: esas cuatro lucecitas son tristes como la miseria.
En Sevilla, las luces y parlantitos municipales (que allá comienzan por noviembre) se redujeron una hora. Pobres españoles, también en crisis; parecían asumir el recorte muy estoicamente, al grito de: “¡Crisis, crisis!”.
Son decisiones municipales para problemas municipales, o sea: problemas de todos. Porque la Navidad –asumámoslo– es un problema crítico de todos. Las luces brillan cada año más pálidas. Festejo intermitente: mezcla de la gana loca de alegría y la certeza de que no hay mucho que festejar.