COLUMNISTAS

Las manos de Cristina

El puño crispado, dijo. Cristina prefiere el puño crispado. Y esa imagen lo contiene todo. Metafóricamente, sus dedos enrollados contra la palma retratan la voracidad K, la intolerancia K, el revanchismo K y el miedo K.

Santamarina150
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El puño crispado, dijo. Cristina prefiere el puño crispado. Y esa imagen lo contiene todo. Metafóricamente, sus dedos enrollados contra la palma retratan la voracidad K, la intolerancia K, el revanchismo K y el miedo K. Un nudo de carne y huesos, piel y uñas que cada vez se ata más fuerte con el deseo de disciplinar todo aquello que en la Argentina no huela a Néstor o a Cristina.
El poder, como una rienda o un collar de ahorque.
La política del puño crispado dio sus frutos, eso es indiscutible. Aplastó durante años a la oposición, que llegará a octubre sin una candidatura consolidada. Pisó a los empresarios, que apenas se animan a soltar alguno que otro quejido en público. Trompeó a la opinión pública, negándole su derecho a la libre circulación de ideas e información.
Pero ese fruto dulce para el paladar pingüino –la posibilidad de mandar a piacere– ya está dejando un sabor amargo. La soberbia es así: una borrachera que se paga cara. ¿Será justo que la resaca se ensañe con Cristina, que padece migraña cada vez que se entrega a su sueño presidencial? Desde que se anunció que ella sería la candidata, la campaña oficialista chapotea en el fango, lejos de la postal ética que tanto grito, tanta mueca y tanto pestañeo amenazante le costó a la senadora Fernández.
De tanto mostrar el puño apretado como toda respuesta al disenso, sus apóstoles aprendieron: ellos también cierran la mano. La cierran en torno a bolsas de dinero misterioso y manijas de maletines que revientan de dólares; aferran puñados de tickets de aviones privados y jugosos bonos revolucionarios. También aprietan el puño para golpear manifestantes “politizados” y “reaccionarios”. El gesto mágico parece servir para todo, aunque a Cristina le convendría recordar que ésa fue una de las últimas poses que ensayó De la Rúa en su desesperación por fingir control de la situación: patéticos puñetazos sobre el escritorio de un estudio de televisión casi desierto, blindado contra la realidad.