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tiempos de sintonia fina

Las restricciones, las de siempre

Como con un tenista ruso, las apuestas por quién ocuparía el Palacio de Hacienda a partir del 10 de diciembre terminaron haciendo agua. El tapado fue nombrado luego de la comedia de enredos protagonizada por el ahora ministro saliente, Peirano, y el ala del Gobierno que protegía al intrépido secretario Guillermo Moreno en su cruzada contra los agiotistas y los precios desbocados.

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Tristan Rodriguez Loredo |

Como con un tenista ruso, las apuestas por quién ocuparía el Palacio de Hacienda a partir del 10 de diciembre terminaron haciendo agua. El tapado fue nombrado luego de la comedia de enredos protagonizada por el ahora ministro saliente, Peirano, y el ala del Gobierno que protegía al intrépido secretario Guillermo Moreno en su cruzada contra los agiotistas y los precios desbocados. Quedará para inagotables especulaciones si tales desencuentros fueron funcionales a una idea rectora que no terminaba de tomar forma: cambiar la manera de hacer política económica ante el agotamiento de algunos mecanismos que sólo conseguían resultados a costa de costos crecientes en reputación, credibilidad y disfunciones.
Las herramientas que ya mostraban señales de óxido eran básicamente dos: el set utilizado en la lucha contra la inflación y el arsenal de tácticas para amortiguar la crisis energética. El primero, como se sabe, tiene un villano cantado, el secretario que fue al frente por su Presidente. Pero las miradas se posaron también sobre el otro Martín, al frente del Banco Central, al que se le deslizan críticas por no haber defendido la estabilidad del peso a capa y espada. En realidad, ya asoma una nueva interna antes de empezar: el designado ministro fue miembro del conspicuo grupo de economistas que trabajó con Alfonso Prat-Gay durante la hegemonía del inflation targeting que, como se sabe, terminó abruptamente con la no renovación de su mandato por incompatibilidad de ideas con el equipo K. Un poco más atrás, el mentor de Lousteau fue otro presidente del BCRA: Javier González Fraga, a su vez muy cerca de los equipos de Francisco De Narváez, para quien también trabajó el futuro miembro del gabinete cristinista.
El otro flanco débil del modelo impuesto por el verdadero ministro, el propio Presidente, sobre todo luego de la partida de Roberto Lavagna, es la energía. No es caprichoso. La escasez, madre de toda actividad económica, se muestra físicamente palpable en cuanto se habla de gas, energía eléctrica o combustibles. Las decisiones no son de corto plazo, por lo que la recuperación o las caídas no son de un día para otro y por eso no responden a los mandatos voluntaristas en una perspectiva más amplia. A esto se le suma la coyuntura internacional, que no encuentra techo en los valores del barril de petróleo, no por la crisis de los mercados financieros sino por el explosivo crecimiento chino, principalmente. Casi una paradoja del destino: el cuatrienio de aumento del PBI argentino a tasas asiáticas encuentra un límite en el mismo círculo virtuoso: más producción, más consumo, más ingreso. Pero el mínimo fantasma de un racionamiento eléctrico que recuerde a los sustos del gas de este invierno o a los cortes programados de 1988 crispa los nervios oficiales. Los retos telefónicos y las guapeadas sirven de poco en esos casos, y las soluciones siempre son de lenta maduración, impopulares y caras.
Si algo debía cambiar, no era por un empujón político. Es más, la cómoda victoria electoral de tres semanas atrás sirvió para alentar a los que desde el poder K creían que lo que se había plebiscitado era toda la política: las prohibiciones de exportación, la inflación escondida en la intervención al INDEC, los desplantes ante inversores, la tirantez con las tarifas públicas, el intento de divorciar precios locales e internacionales, la generosa manga de la distribución de dinero a los gobernadores disciplinados, los subsidios cruzados y tantos mecanismos novedosos para remar contra la corriente. Es probable que ninguna de estas cosas en particular haya arrimado votos por sí mismas sino otros costados más amigables de la política económica, como el crecimiento del consumo, el aumento del empleo y en algunos estratos las subas en el salario real. Pero allí mismo nacen las dudas.
La capacidad técnica de Lousteau no es precisamente criticada: además de los ya citados economistas otros, como el mismo López Murphy, elogiaron su preparación. Pero las restricciones a las que se enfrentará no pasan por su capacidad para entender un mundo complejo sino por la simplificación que otras alas de la misma administración le quieran imprimir al primer freno con que se topa un ministro del área: “Es una decisión política”.
Si el paso por las usinas de ideas de Prat-Gay no fue en vano, el control de la inflación será una idea cantada. La otra influencia segura será la obsesión de González Fraga por evitar a la economía argentina sus tradicionales ciclos expansivos y recesivos, que le quitan previsibilidad y ahuyentan la inversión. Cuando la marea del crecimiento parece haber llegado a su fin, implica barajar y dar de nuevo. El timing justo del cambio implicará el éxito o el fracaso. A diferencia de otras gestiones, ésta empezará sin el beneficio de estar saliendo del subsuelo. No más comparar contra indicadores del infierno. Ahora es tiempo del fine-tuning, de la política artesanal de desandar la delgada frontera entre lo posible y lo conveniente, sin acudir a la receta mágica que el shock lo recuerde de una vez. ¿Será suficiente un nuevo intento por ganar tiempo para la otra receta?