“¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?”
Arthur Rimbaud (1854-1891); de “La mala sangre” en “Una temporada en el infierno” (1873).
Hace años los medios sufrían una censura burda, elemental. Los militares prohibían gente, partidos, libros, películas, obras de teatro y la publicación de cables de agencias extranjeras que hablaran de la situación en Argentina. Listo. El miedo hacía lo demás. Cualquier traspié podía provocar la irrupción de esos tenebrosos Falcon verdes, con sus tipos y sus fierros. Y nunca más.
A la censura tradicional la mató, ya en los 80, una pequeña y poderosa arma tecnológica: el microchip. Chau dictadores estilo Videla o Pinochet, chau países aislados. La nueva censura pasó a ser la sobreinformación. Una noticia que borra la otra y así sucesivamente. Funciona. Pero como escribió Borges, “Solo una cosa no hay; es el olvido”. Entonces, habrá que resistir muchachos, y no olvidar.
Era previsible. En cuanto rodó la pelota no se habló más de los clubes quebrados, ni de las feroces internas de AFA, ni de los jugadores que vaya a saber cuándo volverán a cobrar para sobrevivir y llegar a junio, el mágico momento en que, jura la dirigencia, todos alcanzarán el Nirvana gracias a la llave salvadora. Los 1.200 millones de pesos que pagará el nuevo dueño del fútbol. ¡Alabado sea My Lord!
Hubo otras cuestiones futboleras que discutir durante largas horas, días, la semana entera. Lo copero que sigue siendo el River de Gallardo. Boca, el Mellizo, y la obligación de ganar sí o sí este torneo fantasma que nadie recuerda cuando empezó y nadie sabe cuándo terminará porque otra cosa sería un f-r-a-c-a-s-o, palabra fetiche de la patria panelista. La Guerra del Cerdo que se viene en San Lorenzo que, se sabe, limpiará a los viejos del plantel. La discusión sobre si salir jugando es un estilo superador, un lujo estético o una idiotez, sobre todo si la cancha está mala o los defensores y el arquero tienen los pies redondos. El misterio Lavezzi, que no juega pero es citado por Bauza. Y el fantasma Icardi, que aterroriza a las almas puras del ambiente. En fin.
En la semana hubo multitudes movilizándose. En las calles, protestando contra la política económica –la olla popular frente a la Quinta de Olivos hizo furor en las agencias extranjeras–; en peregrinación a Olavarría para asistir a otra misa pagana del Indio Solari y en los estadios de fútbol, donde se experimentó con el regreso del público visitante. Un éxito según las autoridades, a no ser por ciertos detalles que, se ve, consideran menores o mejorables. Barras, palazos y piedras antes de Racing-Lanús, una joven manoseada a la que casi dejan en paños menores y los baños del Cilindro parejamente destrozados. Nada.
En Banfield, una avalancha en una tribuna sin paraavalanchas donde, como sardinas, ubicaron a los hinchas de Boca, casi provoca una tragedia. Autorizaron 7.500 entradas pero había muchos más cuando el gol de Benedetto desató el derrumbe. Una decena de heridos, pero ningún muerto. ¡Aleluya!
Juan Manuel Lugones, titular del Aprevide, celebró en las redes sociales: “Más de 7.500 hinchas de Boca en la cancha de Banfield. Fútbol con visitantes y paz en la Provincia”. Oia. ¿Más de 7.500? ¿Paz? Yo no sería tan optimista. Al fin y al cabo, ¿qué es un pesimista? Un optimista con información.
Siguiendo la tendencia del ajuste a lo bestia –de cuerpos humanos, en este caso, apretados como en un subte de Tokio–, Olavarría recibió la invasión de los devotos de Solari en La Colmena, un predio de 600 por 300 metros con capacidad para casi 200 mil personas. En ese rectángulo de 600 por 300 metros entró cuatro veces la población total de la ciudad, unos 110 mil habitantes.
El joven intendente Ezequiel Galli, que gentilmente hizo fiador de las obligaciones de la productora a su municipio, informó que habían vendido 325 mil entradas, aunque los habitués saben que, al final, hay entrada libre. Hubo más gente que en el célebre Festival de Woodstock, de 1969, tres días y 300 mil almas sueltas en las 250 hectáreas del campo de alfalfa del granjero Max Yasgur, en Bethel.
En Olavarría hubo dos muertos, varios heridos –algunos de ellos graves– y demasiado misterio a la hora de informar. Nunca fui fan de Los Redondos o Solari, pero me interesa el fenómeno que, durante tres generaciones, ha convocado a personas tan diferentes entre sí. Lo que indigna es la necedad. La indulgencia. Y la codicia, política, o económica.
¿Qué más pasó todos miramos cómo, por la Libertadores, River goleaba en Colombia, Lanús en Brasil y San Lorenzo perdía más que un partido en su cancha? Una noticia a nadie sorprendió: Fox-Turner, con el caballo del comisario, se quedó con el fútbol. Tal vez ESPN, resignado partenaire de un campeón anunciado, reciba alguna migaja, esos molestos partidos de descarte. Una delicadeza.
En agosto, Turner envió a su vice para Latinoamérica a negociar con un sonriente Macri. Allí se habló de Fox, pariente y socio de los anteriores dueños del negocio nativo. Y fueron mucho más que dos.
Con candor, se cree que lo que definió todo fue una simpática carta firmada por los apoderados de TSC –Televisión Codificada Satelital, empresa del grupo Clarín– donde se comprometían a desistir del juicio contra la AFA iniciado por la ruptura del contrato de 2009, siempre que la licitación fuese ganada por Fox-Turner. Un recurso, digamos, poco ortodoxo. Presión alta, lo llamaría un técnico. Flor de apriete, dirían en el barrio.
Hubo sobredosis de partidos en la tele. Champions, Libertadores, Primera, Ascenso. Uf. Antes del inevitable pay per view, el circo futbolero a full, cada día.
Muchísima competencia mientras allá arriba, en la cima del poder real, volvían a ganar, ay, los que ganan siempre, al trotecito nomás.