La Argentina no tiene tantos premios Nobel como quisiéramos. Cinco son las personas que accedieron, desde estas tierras, a ese galardón. Dos Nobel de La Paz, Saavedra Lamas (1936) y Pérez Esquivel (1980); dos de Medicina, Houssay (1947) y Milstein (1984); y uno de Química, Luis Federico Leloir.
Justamente se cumplen 50 años de ese 27/10/1970 en el que Leloir fue anoticiado del Premio y, el próximo 10 de diciembre, 50 de haberlo recibido en Suecia.
Se lo puede ver en imágenes de buscadores con su eterno guardapolvo gris gastado, su fitito, al que había que empujar para lograr que arranque, y su silla de paja, que utilizaba en su laboratorio, reparada por él mismo con alambres.
Esta silla, cruzada por esos alambres, dio y da pie a numerosas metáforas acerca de qué lugar ocupa la ciencia, las condiciones de trabajo de nuestros investigadores y el apoyo que reciben. En estos días, de cuarentena y pandemia, a la ciencia la vamos sentando de acuerdo a la propia mirada distorsionada por la ideología que cada uno tiene y nos tiramos con científicas/os y datos, mientras los enfermos y muertos se acumulan en estadísticas que no reparan en afectos, historias y dignidad.
Es creencia común que muchas de las decisiones trascendentes de nuestras vidas se toman alrededor de una mesa, es posible, pero también es probable que gran cantidad de resoluciones se lleven a cabo desde una silla.
Tenemos el símbolo del trono para reinas y reyes, o el propio sillón de Rivadavia como atributo de nuestros presidentes. Hay otras sillas del poder, como las bancas de las y los legisladores que, también llamadas escaños. Originalmente, estos bancos eran largos y, en cada uno de ellos, se sentaban varias personas, en general nucleadas por afinidad en ideas y propósitos. Hoy, esos asientos, acaso blanqueando la realidad de la discordancia y el desencuentro, son individuales.
Tenemos las poltronas de los jueces y, con menos frecuencia, los asientos de los jurados. Algunos creen ver, en la actualidad, que la justicia se está convirtiendo en el juego de la silla, mientras las demoras y las confusiones hacen que algunos esperen sentados fallos cómplices, mientras muchos otros, las víctimas, en los bordes de su asiento, aguardan con angustia sentencias ejemplares y esperanzadoras que alivien dolores irreparables.
Tenemos la silla eléctrica y los últimos pensamientos que en ella quedan, tal vez de arrepentimientos, tal vez de locura, de miedo o de cinismo.
Las sillas de los torturados y frente a ellas, la mirada aberrante del torturador, los peores abusadores del poder, los que están acomodados en la cruel impunidad.
Los asientos escasos y fastidiosos de los trabajadores en los subtes, trenes y colectivos, y, por estos días, convertidos en sitios sospechosos de contagio.
El temido sillón de los odontólogos o las confortables butacas de teatros y cines.
Las sillas vacías y amontonadas de los colegios y universidades, mientras, desde otras sillas, estamos educando a nuestros chicos y jóvenes con el ejemplo de la confusión, de la desunión y de cómo las palabras usadas para lastimar y lastimarse nos hacen perder el foco de la educación en laberintos de reproches.
Las sillas de ruedas, que muchas veces nos dicen que se puede estar de pie aún sentados, como lo hizo Stephen Hawking desde su asiento rodado, como lo hizo Leloir, desde su silla atada con alambre, como lo hacen tantos desde sus asientos que son como son, con nuestras formas incorporadas, nuestras marcas y resistiendo nuestro peso.
Y así, sentados, saber que a la hora de la responsabilidad no hay sillas más o menos cómodas, hay personas más o menos inquietas. Por eso, sentate bien. Sentémonos bien.
* Secretario General de la Asociación del Personal de los Organismos de Control (APOC) y Secretario General de la Organización de Trabajadores Radicales (OTR-CABA).