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Las víctimas impensadas

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Hacía mucho que no venía a Bruselas, la gran ciudad del doble sentido, la insólita capital de Europa, la rica hermana pobre de un país partido en dos a la marchanta. Mi hotel es un departamento alquilado por muy pocos días, equipado para el viaje relámpago: nadie parece venir a Bruselas por mucho tiempo. El departamento es un ático del siglo XVIII y lo del ático es un detalle de exótico buen gusto: ¿qué escritor no es visitado por la fantasía de Paul Auster en su habitación de Amsterdam, allí donde –por azar– se había refugiado su propio padre durante la Segunda Guerra? La anécdota de La invención de la soledad está fraguada, probablemente, pero lo que pienso cuando me muestran mis estancias es que aquí seré feliz. Melancólicamente feliz, feliz al borde de las lágrimas, porque a mí también, como al A. de ese libro, me hace falta mi padre y extraño tanto a mis hijos. A cambio me dejan una canoa. Sí, en el punto donde se juntan las dos aguas del empinado techo desafiante me han dejado colgada una canoa, o su esqueleto, un poco para recordarme que la ciudad está surcada por canales medievales y otro poco como decoración para aprovechar la forma flamenca de los techos. Casi nadie usa los canales. Bruselas se ha poblado de túneles negruzcos con dudoso mantenimiento, al parecer un negociado corrupto de un ministro que supo tener amigos cementeros y que atrincheró Bruselas como un topo.

En mi terracita de cuatro metros cuadrados confluyen las ventanas traseras de las antiquísimas casas colindantes. Estas ventanas dan sobre mi mesa dispuesta para el té y están todas enrejadas a lo bruto, para que yo no me meta en esas habitaciones hacinadas de los otros o para que mis vecinos no ocupen mis cuatro metros de arduo lujo. Fuere como fuere, no veo a nadie. Ni a los otros pasajeros, ni a dueños ni a vecinos. Un silencio fantasmal cubre Bruselas como nubes. Pero es mentira: Bruselas es en el apuro lo que ya sé de ella.

En la Bolsa de Comercio me sorprende un santuario hecho de ofrendas de flores, muñecos, juguetes, todos desvencijados por el paso de las últimas semanas. En una remera deportiva (cuyo dueño evidentemente ya no existe) han escrito Aleppo is burning (“arde Aleppo”): Siria en el corazón de Bruselas, Siria en la capital de Europa. Me cuentan que tras dos días de terror y de parálisis, la gente salió a la calle a declararse en no-guerra. “Si estamos en guerra, que nos digan por qué y contra quién es”. La manifestación ocurre en la Bolsa y no en la Grande Place, porque está –como toda plaza medieval– un poco encerrada y frente a la Bolsa es fácil circular, juntarse, ver al otro.

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Me muevo con el subte, el mismo en el que hubo tantos muertos. La ciudad está decorada de gendarmes y de jeeps. Da la sensación de que estos soldados belgas no saben por qué están allí y que no sabrían cómo ayudar a nadie. Son los mismos que acordonan el aeropuerto, recientemente reabierto tras las bombas, y que son incapaces de explicarme cómo salir del cordón para llegar adonde me esperan mis amigos.
Perderse por Bruselas es sencillo. Las calles tienen nombres muy breves, duran poco. Pero además, cada vía ha sido nombrada dos veces, como en la histeria: el nombre neerlandés no coincide con su traducción francesa, y uno puede preguntar indistintamente por cualquiera de los dos nombres o por ambos, como si el espacio real fuera la conjunción de dos contradicciones insolubles. De igual manera me encuentro aquí, a dos aguas y con una canoa fosilizada: con un grupo trabajo una obra nueva en francés, con otro planeo una reversión de algo mío que ya han hecho en francés y que ahora harán en flamenco. Ambas compañías piden dinero de instituciones diferentes: hay un ministerio para la cultura en francés y otro para la flamenca, y no se tocan. Unos y otros lamentan la falta de interés de sus respectivos ministerios y el cambio de paradigma hacia la retaguardia cultural. Pienso en el Brasil (tan gigante al lado de este pequeñísimo triángulo de idiomas), el Brasil que disolvió su Ministerio de Cultura, y verifico que el plan es global y que hay que oponerse a él en donde estemos. Así que pongo manos a la obra y me prometo inspiración. ¿Qué más, si no?