Ariana Harwicz anduvo merodeando con diferentes formatos (dramático, narrativo) hasta que fue capturada por la forma novela y entregó Matate, amor, un texto de una intensidad unánimemente reconocida que propone una reflexión sobre la feminidad y los dispositivos de captura de la figura “Mujer” (el matrimonio, la maternidad, la histerización, la psiquiatría, la muerte).
Erica Rivas leyó el texto y quiso llevarlo a la escena. Trabajó junto con Harwicz y con Marilú Marini en la adaptación. Lo que quedó de ese trabajo de poda y acomodamiento no es un espectáculo teatral. Es una lección altísima de dramaturgia y un pensamiento sobre el teatro como hace mucho no se veía en Buenos Aires.
Matate, amor, con dirección escénica de Marilú Marini y diseño de movimiento de Diana Szeinblum, puede verse a partir de ayer en el espacio Santos 4040 (la dirección es Santos Dumont, a esa altura).
Lo que hace Erica Rivas (con ayuda de Marilú y Diana) es tan asombroso que no alcanzan las palabras para describirlo y uno querría poder recurrir al aullido, al grito, como Erica sobre el escenario, para estar a la altura. Mejor es no intentarlo, porque su altura de actuación da vértigo.
Se supone que actuar es poner el cuerpo y la voz al servicio de un texto. Lo que hace Erica no es eso: pone su cuerpo y su voz (y arrastra al texto con ella) al servicio de un pensamiento que involucra los mismos temas de la novela que ha inspirado este experimento pero sobre todo: un pensamiento sobre el teatro. ¿Qué es poner el cuerpo? ¿Qué es encarnar un parlamento? ¿Qué son la escena y el público? ¿Qué es la mímesis y qué son la sensación, el tiempo, el movimiento? Todas esas preguntas, que uno creía que los ejercicios más canónicos de teatro (siempre oscilantes entre Brecht y Artaud) ya habían codificado y contestado para siempre, vuelven de la mano de Erica, Marilú y Diana como un viento que arrasa toda mansa certidumbre.
Por ejemplo: Erica entra y sale del personaje cuando quiere. Si se le da la gana, pide al sonidista que ponga tal aullido o se asombra de un cambio de luces. Pide letra a la apuntadora. Todo sin abandonar las cotas de emoción que su personaje desquiciado necesita. Si le han indicado un momento de lubricidad, lo llevará a un límite insoportable, pero al mismo tiempo controlará su peinado y la caída de la ropa que viste.
La meditación Matate, amor se juega en olas incongruentes de identificación y distancia.
La metamorfosis de Erica sobre el escenario le permite no solo pasar del llanto a la risa en la misma frase, sino que más de una vez su cara y su cuerpo se transforman (son otros). Se mueve con tal comodidad a través de un texto muchas veces insostenible que uno cree estar soñando. Pero lo que pasa ahí es real, es Lo Real. Y ese misterio nos llena de dicha y nos pone a pensar.