COLUMNISTAS

Lectura de escritoras

|

Varias notas salieron en diferentes sitios –inclusive en este mismo suplemento– sobre la reciente publicación de Una familia y una fortuna, de Ivy Compton-Burnett, en la editorial La Bestia Equilátera. No obstante, siempre vale la pena volver sobre la obra de la escritora inglesa. En The Life of Ivy Compton-Burnett, Hilary Spurling apenas se detiene en la novela; tan sólo encontramos esta mención: “Una familia y una fortuna, publicada en febrero de 1939, había sido terminada en el último noviembre, dos meses después de la crisis de Munich. Herman estaba ocupado el día en que se declaró la guerra, e Ivy, sola en el piso de Braemar Mansions, lo llamó por teléfono para decirle que estaba aterrorizada y rogarle que venga a estar con ella”.

Que hayan salido esas otras notas es, en verdad, un alivio para mí. Para los potenciales nuevos lectores, no hace falta aclarar que Compton-Burnett es una de las más extrañas, raras, excéntricas, es decir notables, escritoras del siglo XX. Sus novelas (cuyos títulos están formados casi siempre por dos términos unidos por una “y”) avanzan a base de diálogos, casi sin descripciones ni interrupciones, en un mundo levemente victoriano, donde la idea de familia está ligada al encierro y a la posesión del poder. La ironía, el sarcasmo, la agudeza de esa máquina dialogante es tal, que luego de leerla es difícil imaginar cómo se podría escribir de otro modo.
Pues no es sobre esto que quisiera detenerme. Sino sobre 1939, el año de publicación de Una familia y una fortuna. Ese año, del otro lado del Canal de la Mancha, Nathalie Sarraute publica Tropismos, su primer libro, en la editorial Denoëll. Hay en esa contingencia una casualidad, pero también algo más. Poco ha sido dicho sobre la capacidad de lectura de Sarraute y su gusto atinado por la literatura inglesa.

Algo más de quince años después, en 1956, en La era de la sospecha, su único libro de ensayo (los grandes escritores sólo publican un libro de ensayo) Sarraute repara en una frase de Katherine Mansfield (“This terrible desire to establish conctact”), lee con acierto a Henry Green y, sobre todo, analiza, casi fascinada, el uso de los diálogos en Compton-Burnett. Para Sarraute, ese supuesto oído fino para la oralidad en realidad encierra una operación antirrealista, ajena a todo verosímil: “Esas largas frases (…) no recuerdan a ninguna conversación escuchada. Y sin embargo, si parecen extrañas, no dan jamás una impresión de falsedad o de gratuidad. Es que se sitúan no en un lugar imaginario, sino en un sitio que existe en la realidad: en algún lugar en el límite fluctuante que separa la conversación de la no-conversación”.

Volvamos ahora casi quince años hacia atrás, otra vez a 1939. En Sarraute ese sitio lleva un nombre: Tropismos (“esos movimientos indefinibles, que se escurren muy rápidamente hasta los límites de la conciencia”). Y ahora un último salto, al presente. Si leemos hoy la obra de Compton-Burnett y la de Sarraute, veremos que la autora de Una familia y una fortuna poco tiene en común con la de Tropismos (y yo diría que decididamente nada con el Nouveau-roman). ¿Se equivoca Sarraute en su lectura? Al contrario, acierta plenamente. Lee como se debe leer. Como debe leer un escritor a la hora de escribir un ensayo literario, al momento de avanzar en un cierto programa estético: lee a los autores a su favor. Sarraute, tanto en sus novelas como en La era de la sospecha, lleva adelante un extraordinario trabajo de cuestionamiento de la idea convencional de personaje, de trama, de diálogo, de narración lineal. Y se sirve, entre otros, de Compton-Burnett para justificar ese intento. Por cierto, de otro modo, pero igualmente perfecto, Ivy Compton-Burnett también realiza el mismo trabajo de demolición.