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Hay algo que me fascina en Lilita Carrió, pero no alcanzo a discernir qué es. Entiendo que no existe cosa alguna que me empariente con ella. Y sin embargo, cuando la escucho hablar, quedo prendado (no sé por qué) de lo que dice. Ella cree firmemente en Dios, yo nunca he podido. Practica una religión, yo nunca he querido. Punta del Este y Miami son sus ciudades predilectas, yo apenas si las he pisado, y siempre con la urgencia de abandonarlas cuanto antes. Su vocación fue la abogacía, cuya utopía es la univocidad; la mía, la literatura, en la que imperan la equívoca polisemia, la proliferación de sentidos. Dos fuerzas políticas a las que jamás me he aproximado son el Partido Conservador y la Unión Cívica Radical, y ella fue artífice de una victoriosa coalición entre ambas. En resumen, nada que ver. Y sin embargo, si la pesco en la televisión, como me pasó la otra noche, dejo todo y me quedo escuchándola poco menos que en estado de hipnosis. Entiendo lo que le sucede a Majul que, en su presencia, casi no puede articular palabra: tan sólo parpadear y arrancar con preguntas que no van a prosperar. Lo entiendo porque a mí me pasaría lo mismo.

Carrió se expide siempre con frases absolutas (ni los papas emplean tantas). Habla y todas las palabras que pronuncia parecen estar en mayúscula: Muerte, Dios, República, Verdad, Denuncia; pero también Una Amiga, Mi Secretario, Dos Ambientes, Marcha Atrás, Angioplastia. Deber ser cierto que se comunica con Dios, o por lo menos que lo oye, porque le imita la retórica y lo hace a la perfección. No me parece que sea apocalíptica, como le han reprochado a veces, sino más bien edénica; más que en las condenas de algún terrible juicio final, la veo expulsando réprobos de un jardín de pureza que ella misma cultiva y administra. Sus denuncias a mansalva y sus continuas amenazas de cárcel son apenas una pequeña parte de sus fenomenales pronunciamientos, como se advierte en esa versión deficiente que intenta Margarita Stolbizer (que también formula denuncias y promete cárceles, pero todo lo dice siempre en cursivas y en minúsculas: es lo opuesto de Lilita Carrió).

Carrió es rotunda, y me resulta difícil sustraerme a su elocuencia tajante. Es rotunda en las cosas que dice y es rotunda en las cosas que calla (porque de pronto se empaca, ladea la vista y el tono, y anuncia sombría: “No hablo más”). Abunda, por caso, en detalles íntimos de reparto de alcobas y lesbianismos desmentidos, para sentenciar a continuación que sobre su vida privada no va a responder nada. O repudia, y con toda razón, las fortunas escabrosas de opacos enriquecimientos, pero establece de inmediato que no se ocupará del bueno de Franco Macri. Fue colosal su explicación de por qué falta a su trabajo, es decir, no va al Congreso: dijo que está por cumplir 60 años, que ya no tiene salud (la Sacrificó por la República) para quedarse hasta las cuatro de la mañana escuchando estupideces.

No me gusta trasnochar y menos aun escuchar estupideces, así que la comprendo perfectamente. Pero, ¿no es éste un pronunciamiento extraño para una Republicana Cabal, toda vez que esos otros legisladores representan a los ciudadanos que soberanamente los eligieron? La impaciencia de Lilita Carrió me intriga tanto como su paciencia. ¿Por qué a veces es intransigente y letal con los abominables corruptos y otras veces se sienta a conversar y les da explicaciones y tiempo? ¿Por qué a veces expulsa sin más y a veces solamente amonesta? ¿Cómo es que su Rectitud Absoluta admite relatividades, hace advertencias pero da plazos, señala turbiedades pero tolera y aguarda?

Detesto la corrupción y detesto que me mientan. Pero la lucha contra la corrupción que emprende Carrió (que algo tiene de Cruzada) y las verdades que suelta (que algo tienen de Trance Místico) no calan, a mi entender, en un proyecto político que apunte de veras a la lucha contra los grupos de poder que imperan en Argentina y someten a las mayorías. Por eso, si se trata de mirar la tele, me entretengo con ella; pero celebro que en el Congreso Nacional ocupe una banca Myriam Bregman.