Llevo el auto al taller mecánico para un revisación de rutina que se convierte en una terapia intensiva (para mi bolsillo). Me doy cuenta de que, a pesar del cariño que le tengo, ya convendría renovarlo. Consulto, mientras los diagnósticos se suceden, planes para cambiar mi auto. El vendedor me recomienda la “frestil”. Como no entiendo bien a qué se refiere, me muestra un folleto: se refiere al modelo “Free style”.
En principio, me escandaliza con la misma intensidad que la empresa ponga en venta coches con nombres extranjeros (después recuerdo que en el mercado anglosajón sucede lo mismo, con palabras españolas o italianas) y que quienes tienen que ofrecerlos sean incapaces de pronunciarlos correctamente.
Pero una vez que ese ataque de purismo me abandona, gozo de la deformación y ya digo “frestil” para siempre. Hace poco, un amigo que vive en Nueva York me regaló el “Ansori”, que equivale al “I’m sorry”. Estoy tentado de decirle al vendedor: “Ansori, la frestil no es mi bisne”. Un “bisne” es, naturalmente, un negocio, un asunto contractual y se corresponde con la misma línea de lenguas en contacto.
He estado leyendo Vivir entre lenguas, el extraordinario librito de Sylvia Molloy, quien con la excusa de hilvanar algunos recuerdos sobre el bilingüismo, las herencias culturales y la habitabilidad de los lenguajes, sugiere algunas líneas de investigación glotopolítica (naturalmente, no las llama de ese modo, porque la delicada prosa del libro elude todo cientificismo): ¿cómo se pasa de un lenguaje a otro y qué le ocurre al pasajero? ¿Qué diferencias hay entre el bilingüe o multilingüe que maneja cada lengua como propia y el que (deliberadamente o no) le imprime a su pronunciación y a su sintaxis en la lengua otra su estilo libre, su frestil?
Molloy trabaja sobre todo en el registro del gran cosmopolita, y analiza en ese registro las pequeñas pérdidas que supone el pasaje de una lengua a la otra, las desarticulaciones que suceden cuando el hablante no sabe qué lengua está hablando ni cuál es la lengua de sus sueños. Naturalmente, confronta esa experiencia con el cosmopolitismo del pobre, el migrante que no llega a la lengua otra por herencia o por sistema sino porque la violencia del mundo lo puso ante la circunstancia de tener que abrazar una causa lingüística que sabe desde el primer momento que estará siempre perdida. Son diferentes tipos de deslenguados, que para Molloy no significa “desvergonzados, mal hablados” sino el que ha perdido la lengua, el que habita una lengua con melancolía o con desesperación.
Contra la lengua concentracionaria del monolingüismo, el bilingüismo es un poderoso mecanismo de desestabilización. Todo el mundo sabe que las lenguas en contacto suponen una experiencia amorosa donde lo propio y lo ajeno se mezclan hasta el vértigo.