Como es prácticamente una tradición entre los republicanos del Norte, para pelear una reelección es bueno afianzar una guerra contra gente morocha. Trump nunca fue un hombre de paz y, como dijo el comandante Qassem Soleimani antes de morir asesinado por las tropas estadounidenses, en un discurso tan atestado de hombres morrudos que parecía un mitin de intendentes bonaerense: “Está por debajo de la dignidad de Irán responder a sus tuits; Trump habla como un barman en un bar”. Es una buena imagen: Donaldo comanda el show detrás de la barra, te da de beber su elixir rabioso que se derrama y genera trifulcas innumerables, interminables; todos se sienten interpelados, eso lo vuelve entretenido. Un revoleo de luces y aparece Ivanka en minishort camuflado caminando sobre la barra, Ray Ban negros como la instructora que seduce a Tom Cruise en Top Gun. La guerra es el Estados Unidos que le gusta a la gente.
Donaldo se batía en retirada en Medio Oriente, sacando tropas de Siria; los dejó venir. Irán es el enemigo perfecto, árabes ultras: son el anticool. Hay que ser muy de izquierda europea antisemita para empatizar con Hezbollah y defender la revolución de Khomeini porque “es más complejo”. Trump había tuiteado que Obama buscaría la guerra con Irán para mostrar su fortaleza; pero si la guerra se desata, no se va a parecer a ninguna que hayamos visto antes.
Algunos podrán soñar con el regreso de un relato bipolar, algo que organice un poco el caos en que vivimos. Donde no hay hechos, solo interpretaciones y hordas que avalan las interpretaciones. Es una democratización extrema de la guerra: todos vigilamos y castigamos, el Leviatán es el troll que desearíamos ser. Todos los jugadores, países y personas son todo al mismo tiempo, son aliados comerciales y enemigos políticos, y al revés. Trump respondió con la brutalidad y precisión que hacen de EE.UU. una potencia cultural, la que define qué viene a ser la cultura. La guerra es los medios por otros medios.
