Hasta hace poco, estábamos acostumbrados a sostener que “Mengano no resiste un archivo”, afirmación que ocultaba una propiedad esencial del archivo, que no es tanto el depósito que cataloga las huellas de lo ya dicho para consignarlas a la memoria futura ni la babélica biblioteca que recoge el polvo de los enunciados para permitir su resurrección bajo la mirada del historiador, sino el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo. El archivo nos obliga no tanto a evaluar la consistencia de los dichos actuales en relación con los dichos pasados (consignados, catalogados, normalizados) sino a indagar las circunstancias singulares que, cada vez, permiten explicar la toma de la palabra.
Hoy, en cambio, nos hemos vuelto más kafkianos y tendemos a sostener que “Mengano no resiste una auditoría” (es decir: los desatinos de Mengano en la repartición de la que estuvo a cargo quedarán expuestos gracias a la pericia de los inflexibles auditores).
No importa que antes no coincidiéramos con el carácter extorsivo que el archivo, como palabra corriente, tuvo entre nosotros. Con archivistas y bibliotecarios, se podían imaginar ficciones amables. Con auditores, por el contrario, no. Salen ficciones secas a la Kafka, que los ordenó en legiones burocráticas innumerables para ocultar la pena del mundo. Para el archivista, una singularidad es un tesoro porque tal vez se conecte con la palabra divina. Para el auditor, una singularidad es un error que debe ser corregido.