La primera vez que leí a Walter Lezcano fue en un portal de internet, de derecha, que traficaba notas hermosas: Los Trabajos Prácticos. Ahí el autor, con una prosa esencial, daba cuenta de su vida como maestro de escuela en el Conurbano. Tiempo después tuve la suerte de conocerlo: físicamente me hizo acordar a Carlos Monzón. Un Monzón algo más bajo y más dulce: no el campeón del mundo, sino el que era intervenido metafísicamente por Leonardo Favio en Soñar, soñar. Anoche no pude parar hasta terminar de leer Los wachos, un libro de relatos reciente de Lezcano. La “w” de “wachos” en vez de “guachos” es lo que Derrida llamaría “la diferencia”, el toque sofisticado que nos deja ver el punto de vista del adversario. Como en el yudo, Lezcano toma la fuerza del oponente para narrar la saga de los vencidos, justo ahí donde el fin del mundo nos está dando un pesto bárbaro: jóvenes arruinados, familias aniquiladas, casas feas, chotas, chirles, el nihilismo superior del Conurbano. Si en El sur, de Borges, escuchábamos el punto de vista de Dahlmann, en Los wachos leemos el punto de vista del compadrito que le tiraba migas al personaje borgeano, para obligarlo a pelear, para encontrar la redención fuera de su clase social.
El movimiento del mar, escribe Lezcano, es algo que no tiene sentido pero su cercanía nos tranquiliza. Un personaje queda vencido como “un fiambre podrido en el fondo de la heladera del chino”. Como The Warriors, la película de Walter Hill, Los Wachos es una pequeña obra maestra.