Los argentinos nos ahogamos si nos falta la libertad de expresión. Bajo opresiones tiránicas, por lo tanto, sabemos encontrar los medios necesarios para decir nuestras verdades o para recibirlas. Para escuchar a Magdalena Ruiz Guiñazú, por ejemplo, hacemos así: conseguimos alguna radio a transistores, obtenemos las baterías que la hacen funcionar, y la sintonizamos en la frecuencia de 590 en amplitud modulada entre las seis y las nueve de la mañana. Para leer los artículos de Joaquín Morales Solá, por caso, procedemos de esta guisa: acudimos a los kioscos de venta de diarios, suministramos a modo de contraseña el nombre del diario en cuestión, entregamos cierto pago, y recibimos en mano un montoncito de hojas impresas entre las cuales, si uno busca, dará con el texto apetecido. Quien quiere ir más allá y obtener su voz y su imagen, se las arregla ni más ni menos que así: se procura un aparato de televisión, lo conecta a un servicio de cable, y en día y hora convenidos salta de canal en canal hasta que el gesto adusto de Joaquín aparece por fin en pantalla.
¿Podré yo, tanto más humildemente, dar a conocer en alguna parte estas pocas modestas líneas de neta inspiración libertadora? ¿Podré hacerlo sin ser víctima automática del insulto cibernético y el escarnio sin firma ni rostro? Tal vez debería imprimir esta tan sencilla hojita y remitirla sin más a la CIDH. Para eso, sin embargo, debería dirigir mis pasos hasta el correo más cercano a mi hogar, es decir, salir a la calle, lo cual es sabidamente imposible: aquí salís a la calle y te matan.
Lanzo el texto pues como quien lanza una botella al mar. Al mar o al Río de la Plata, que es mar dulce después de todo. Tal vez allá, en la otra orilla, lo recojan y lo propalen Radio Carve o Radio Colonia, y digan lo que, de este lado, no estamos pudiendo decir.
Mientras tanto, en mi sillón, releo Amalia, de Mármol.