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Libros abominables

Groys rescata el materialismo dialéctico, esa olvidada seudociencia que solía llenar bibliotecas en los países comunistas.

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No sé si Lovecraft describe alguna vez la cubierta de su Necronomicón, el libro infame, abominable, del árabe loco Abdul Alhazred. Pero La posdata comunista, de Boris Groys, despista al lector con una tapa elegante y una frase sobre el linguistic turn, cuando es una defensa absoluta e irreductible del sistema político soviético en general y de Stalin en particular.

Groys nació en Alemania Oriental en 1947 y se educó en la Unión Soviética. Sus trabajos sobre artes visuales lo convirtieron en un pensador de última moda. La prosa de Groys, un poco tosca y sin matices, es rotunda y de una gran claridad conceptual. Las noventa páginas del libro son una concatenación de tesis de enorme audacia y de perversa originalidad. El centro de La posdata comunista es la idea de que el poder soviético fue la realización del viejo sueño platónico del gobierno de los filósofos y que, “tras décadas de discusiones intensas, intelectualmente ambiciosas, llegó a las formulaciones paradójicas, casi perfectas, que resumen la ortodoxia estalinista”.

Para llegar hasta allí, Groys rescata el materialismo dialéctico, esa olvidada seudociencia que solía llenar bibliotecas en los países comunistas. La dialéctica materialista, a diferencia del pensamiento capitalista basado en la lógica matemática, acepta la contradicción y le permite al pensamiento revolucionario absorber todas las paradojas y avanzar mediante ellas. Como la ortodoxia cristiana, el comunismo parte del credo quia absurdum y, como ella, solo considera herético a quien no acepta la contradicción.

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Gracias a la dialéctica, dice Groys, no solo los gobernantes de la URSS eran filósofos, sino cada ciudadano soviético: “El soviético solo podía satisfacer sus necesidades más elementales si era reconocido por el Estado como alguien que pensaba filosóficamente. Eso significa que tenía que sentir cada día la temperatura del todo de la lengua para sobrevivir ese día o esa noche”. Si hay un dejo siniestro en esa celebración del control total y la obsecuencia, se acentúa cuando Groys hace sus escasas e indirectas referencias a la represión. Los disidentes de la línea del Partido, según él, intentaban formulaciones correctas desde un punto de vista formal, pero muertas frente a la dialéctica de la paradoja. Por eso, “en la línea general –y por lo tanto con vida– quedaron solo los que estaban dispuestos a utilizar un lenguaje vivo”. Un chiste alemán (oriental) que hace pensar que Groys bien podría ser un imbécil, un canalla o un cínico.

Pero Groys sigue de largo. No acepta que la decisión de disolver la Unión Soviética ni la de construir el capitalismo chino hayan sido derrotas de los partidos comunistas, sino la prueba última de la superioridad de un pensamiento. Y anuncia que el comunismo ruso quedó fijado en la historia como ejemplo para ser repetido. La posdata comunista es, en el fondo, una amenaza y una convocatoria que Groys formula al compás de una canción de la guerra civil rusa: “Por el poder soviético/ marchamos al frente audaces/ y moriremos todos/ todos en este combate”. Y concluye que “se extinguió el fuego eterno vivo, con arreglo a sus propias leyes y hasta la próxima vez”. El Necronomicón hablaba también de fuegos primitivos que volverán para traer la muerte, pero tenía la ventaja de ser imaginario.