Se me ocurrió una pregunta profundísima: ¿en qué momento aparecieron las mochilas en la vida cotidiana de los escritores e intelectuales? Comencé la carrera de sociología en 1985, es decir, inmediatamente después del fin de la dictadura. En ese entonces todavía se llevaban los libros bajo el brazo. Había morrales, sí, aunque sólo entre los psicobolches –estética a la que jamás pertenecí–, pero un morral no es una mochila. Y si se llevaban todavía los libros bajo el brazo era quizás porque la dictadura, entre muchas otras cosas, fue una especie de gran congeladora de prácticas culturales. Como salidos del freezer de los 70 (y quizás de antes, de los 60, e incluso los últimos 50) se veían a profesores, narradores, e incluso hasta a poetas llevando los libritos bajo el brazo, con un andar que respondía a la lógica del bamboleo, del caminar azaroso del brazo encogido por el peso. Cierro los ojos y veo un recuerdo: el de Héctor Libertella. Héctor siempre representó para mí la imagen misma del escritor de los 60. Por supuesto lo conocí recién en los 80, y lo acompañé hasta su anteúltimo día en 2006 (con Rafael Cippolini fuimos a verlo a Terapia Intensiva unos días antes de su muerte) y además, Héctor fue el escritor más moderno que traté (todo lo que dijimos nosotros, ya había sido dicho por él mucho antes); pero había algo en su caminar, en su habla, en su vestimenta (saco marrón, a veces de tweed, pantalón de corderoy, polera oscura) que remitía irremediablemente a los 60. Nunca lo vi sin un libro bajo el brazo, y con una libretita para tomar notas (ahora que lo pienso, tampoco vi jamás a Luis Chitarroni sin un libro bajo el brazo y una libretita. Más tardío, para mí Luis fue siempre “el” intelectual de los 80). Recuerdo también, siguiendo con mediados de los 80, a un joven estudiante de sociología millonario (cada tanto hay uno) que se compraba libros españoles carísimos sólo para exhibirlos bajo el brazo como objeto de deseo y seducción (creo que era Ciencia con conciencia, de Edgar Morin, de la editorial catalana Kairós, libro que jamás me interesó, por supuesto).
Y de repente, llegaron las mochilas. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuáles? Las Nike, obviamente, y luego las Jansport. Al principio se usaban colgadas de un solo hombro –algo incómodo: pero daba moderno– después el sentido del equilibrio prosperó, y se la comenzó a usar de ambos lados. Prosperó también, aunque no mucho, en algún momento de los 90, unos maletines vintage, en especial entre jóvenes egresados de ciencias políticas, y otros ámbitos en los que la formalidad es una virtud. Pero rápidamente las mochilas ganaron la batalla cultural. No deja de sorprenderme el resultado (mientras miro la mía: una Jansport bordó con base de gamuza marrón, ya gastada). Las mochilas son algo incómodas para llevar libros, y francamente inútiles para guardar papeles sin que se doblen o se ajen. ¿Y entonces? ¿Cuál es el secreto de su éxito? Que los libros no se ven. Están ocultos. No se muestran. Nadie sabe que llevamos un libro dentro. La mochila acompaña el momento en que el libro dejó de ser un valor cultural prestigioso. A nadie se le ocurriría hoy no exhibir un celular de última generación. Pero mostrar un libro bajo el brazo, por la calle, nos devuelve al punto de partida de la literatura: la del escritor como el idiota de la familia.