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Libros en vidrieras

Antes los editores se ponían contentos si sus libros eran bien exhibidos, pero ahora lo hacen directamente los autores.

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Soy el último al que le gustan las vidrieras de las librerías? Antes los editores se ponían contentos si sus libros eran bien exhibidos en los ventanales, pero ahora lo hacen directamente los autores. Suben a Facebook fotos de los libros escritos por ellos junto a frases del tipo “Alegría, mi libro llegó a la mesa de tal librería”, o “Mi novela muy bien acompañada junto al libro de la genia de Pepita”. Hace poco llegué a ver en Facebook la foto de una escritora mientras era entrevistada para un programa de televisión. La foto hacía foco en el pequeño monitor de la cámara de televisión –en el que aparecía su rostro– y, en segundo plano, se la veía a ella sentada a la mesa del programa. No quise leer el texto por pudor (¿Se dice texto? ¿O comment? ¿O post? Bueno, igualmente ustedes entienden lo que quiero decir). En fin. No se por qué me fui de tema (debe ser porque casi nunca miro Facebook y cuando lo hago quedo como deprimido…), pero a mí me gustan las vidrieras de las librerías y tengo varias que son mis favoritas. Primero, la de la librería Alberti, en Madrid. Inaugurada en 1975, librería clave en los años de la Transición (incluido un ataque de grupos de ultraderecha), mantiene ese estilo algo pop setentista, con vidrieras (y la puerta) enmarcadas como cuadros o como ventanas de un barco. Si no recuerdo mal, son cuatro hacia un lado de la esquina, y una o dos más hacia el otro lado. Todo acompañado con coloridos azulejos en la gama de los azules y blancos. El espacio de exhibición es grande, en anaqueles de tres o cuatro pisos, con las tapas de los libros mirando de frente, obviamente. No fui tantas veces a Alberti –tres o cuatro– pero siempre terminé comprando algún libro que vi en la vidriera.

Aquí me gusta la vidriera de la sucursal de Hernández (la “Hernández chica” la llamamos con mis amigos). Me gusta por la cantidad impresionante de libros que tiene, uno tapando a otro, subiendo por el vidrio como una enredadera de cultura. Son tantos que no parece una vidriera sino un depósito, como si la librería se hubiera quedado sin espacio de guardado y usase la vidriera con esa intención. Mirar libro a libro –cosa que hago habitualmente– lleva al menos 20 minutos y, como obviamente da a la calle, se lo puede hacer fumando, con lo que el placer es doble.

Entre las librerías de viejo, la vidriera de Ars es insuperable, solo comparable a la de El Vitral o antes a la vieja Romano de la calle Lavalle, ambas de la misma estirpe, las dos ya cerradas. Es perfecta porque la gran mesa en la que se exhiben una veintena de libros está en leve declive, de atrás hacia delante, por lo que se puede ver la tapa y algo del lomo de cada libro. En una época la traumatóloga que trata mi hernia de disco estaba enfrente, por lo que luego de cada horrible sesión de kinesiología y gimnasia postural me autopremiaba con un libro (la oferta de Ars es muy buena, y los precios, aunque no baratos, tampoco son prohibitivos como en muchas otras librerías de viejo. Dicho al pasar, ¿qué les pasó a los libreros de viejo con los precios? ¿Enloquecieron?).

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La única vez que estuve en Quito fui a una librería de viejo a la que llamaban “Del cubano” (era de un cubano que se había traído miles de libros de La Habana). Era una vidriera muy especial, pero ya me quedé sin espacio como para describirla.