Estamos a una semana de las PASO que, casi como una gran encuesta nacional –compulsa que para tranquilidad de no pocos no tendrá error muestral, será pagada por los ciudadanos y para felicidad de algunos otros, no estará “intervenida” por encuestador alguno–, definirán las fórmulas y los candidatos mejor posicionados para competir en la elección general del 25 de octubre.
Un beneficio no menor será disponer de una tregua para que el ciudadano pueda descansar por un tiempo del desbordado fuego cruzado de encuestas, discursos, mensajes contradictorios, agresiones verbales y spots de campaña que bien podrían competir en el “Bailando por un Sueño”, con la Mona Giménez o con alguno de los youtubers bizarros.
Desde que el eje rector de la campaña se cristalizó en la idea de continuidad o cambio, muchos votantes quedaron atrapados en una opción que no reflejaba nítidamente el clima social del momento. La sociedad comenzó siendo mayoritariamente pro cambio y hoy, por fuera de los núcleos duros de cada fuerza, hay una masa disponible a la que cada uno de los principales candidatos quiere seducir. Por esa razón Massa eligió competir en una ruta que creyó alternativa, pero se dio cuenta de que el camino que creía haber descubierto para sí solo ya lo tenía ocupado Scioli. Con el tiempo, los candidatos que encarnaban cada una de las opciones polares se dieron cuenta también de que de lo que se trataba era de seducir a ese conjunto de votantes a los que la apelación al cambio o a la continuidad les parecía una frazada corta que siempre dejaba una zona del cuerpo sin cubrir. Votantes de los sectores medios para Scioli o sectores populares del conurbano bonaerense para Macri sin los cuales ninguno tiene posibilidades de ganar.
En el camino, el relativismo y el doble discurso se hicieron carne en quienes se arrogan la titularidad de cada uno de esos dos espacios. Así Mauricio Macri logró amigarse con la participación del Estado y Daniel Scioli, con los holdouts.
¿Será éste el modelo de democracia que ofrece la era líquida que describe Zygmunt Bauman o la ficcionalidad de la política que anunciaba J. Baudrillard?
Los partidos, los viejos partidos de cuadros, plataformas y principios van dando lugar a dirigentes que no necesariamente provienen de la política, que rechazan ser “víctimas” de un encuadre ideológico, y entre los cuales el pragmatismo prima sobre los principios y el buen gerenciamiento por sobre los programas; en los que el estilo discursivo, las buenas costumbres y atender a los “deseos de la gente” sustituyen las decisiones estratégicas y la vocación de cambio, es decir, a la política. ¿Será esto la nueva política, discursos emocionales vaciados de contenido político, sin liderazgos que marquen un rumbo y apunten sólo a satisfacer fantasías difíciles de alcanzar?
Reconozcamos que hablar con la verdad (o con el corazón, como alguna vez y con tristeza sostuvo uno de los últimos ministros de Raúl Alfonsín o como confesó alguna vez el ex presidente Menem) puede ahuyentar votos. Pero la democracia es algo más que ganar elecciones.
Lo que verdaderamente asombra en nuestro país es que la mentira y la elusión se han hecho parte del paisaje y la capacidad de reacción frente a ella es casi nula. El juego de la mentira y la elusión se ha naturalizado al punto de que el propio ministro de Economía sugería en una entrevista televisiva y en un gesto difícil de tipificar, “no hay que creer lo que dice el Gobierno”.
El día a día está plagado de ejemplos, no sólo la política.
Quién no escucha de manera frecuente durante un diálogo: “¿Te digo la verdad o te miento?”. Un gesto lingüístico que expresa la disociación compartida entre retórica y práctica, pero también un mensaje implícito: hablar con la verdad no es una obligación moral, sino un acuerdo de mutua parte.
Ya hace tiempo Ortega y Gasset llamaba a esa característica del ser argentino de vivir de ilusiones “el futurismo concreto del cada cual”, esto es, pensar el futuro no en términos de un ideal común, de una utopía colectiva, sino de un futuro en que cada cual vive sus ilusiones como si fueran ya la realidad.
Y en tal sentido, vender y comprar ilusiones es parte de un juego en el que el temor a la frustración y el ocultamiento de la baja autoestima apelan a soslayar frecuentemente ese “no mentirás” de los diez mandamientos, base del andamiaje ético del judeo-cristianismo y de la vida en sociedad.
Así, la mentira, la elusión, la fantasía más que la aceptación de la realidad se han convertido en parte de nuestra estrategia de sobrevivencia.
Cristina Kirchner es quizá quien mejor encarna esa disociación perceptiva de la sociedad. La mayoría de las encuestas muestran que su imagen positiva oscila entre un 45% y un 50%. Tienen alta valoración las políticas sociales, los temas sobre DDHH y, en especial, su perfil “hacedor”, pero ninguna de las políticas del Gobierno que la gente identifica como los principales problemas del país supera el 30% de aprobación.
Macri tampoco puede salir de esta lógica disociativa.
A Scioli se le critica que esté desdoblado, no disociado. Sus opiniones se funden con las de los otros y hace sinergia con ellas. Encarna esa salida del “no te metas” tan típica de la cultura nacional. Cambiemos un poco es mejor que no cambiar nada, pero menos riesgoso que cambiar mucho.
Desde lo discursivo MM es el espejo de CK en visión, ideología y estilo, y la mayoría de la gente quiere salir de una sociedad escindida entre oficialismo y oposición extrema.
Aun en estado de deseabilidad borrosa, la sociedad es muy sensible a los comportamientos que los candidatos expresan en el día a día. Las contradicciones y los cambios bruscos alimentan la sospecha generalizada sobre la clase política. Sin duda el escepticismo ha ganado la calle. Mientras los candidatos despliegan los más variados gestos políticos tendientes a sumar todo lo posible, la población siente que dejan por afuera cómo resolver los temas pendientes sobre la economía, la educación, la creación de empleo, la lucha contra la corrupción, el narcotráfico y el sistema de Justicia.
Cuando ya no se sabe dónde va el mundo, aferrarse a lo conocido aun teniendo que negociar con ello es preferible al agujero negro que ofrecen los discursos alternativos. Por eso, más que la medida del cambio o la continuidad, lo que está en juego hoy es la medida de la confianza y la seguridad que pueden transmitir las propuestas alternativas y el carácter de los candidatos.