En estas fiestas tiré la chancleta (¡Ya era hora!): estuve de festejo en festejo; en cócteles, ágapes, recepciones; en terrazas, en lanzamientos de libros que jamás leeré, en homenajes que ya olvidé, en brindis que aún no terminé. Después de una cena en un restaurante español, compartida con escritores de estilos diversos, quise seguir la noche, pero no fue posible: la edad avanzada de los comensales, seguida de sus excusas inverosímiles (“me duele una muela que me sacaron hace una semana”, “estoy escribiendo una novela negra para ganar no se qué concurso en Gijón”, “me estoy por ir a vivir con mi novia”) hizo que partiera, solo, rumbo a otro evento. Al llegar, me encontré con la siguiente situación: yo era el único sobrio de la velada. Tal curiosa excepción me colocó, en comparación con los demás, en un estado parecido al de la hiperlucidez. No es desagradable sentirse así, de vez en cuando. Pero de golpe, un escritor que ronda la treintena de años, me increpó por mi falta de interés, según él, por la “nueva narrativa argentina”. Intenté contestar que sospecho profundamente de cada una de las tres palabras mencionadas (nueva-narrativa-argentina), pero ya era tarde. El escritor avanzaba en su diagnóstico, aduciendo que, en esta columna, nunca me había ocupado de los jóvenes que aparecieron en las decenas de antologías que se publicaron en los últimos años (reclutadas bajo el modelo de la influencia, o incluso de la decidida copia, de la inicial La joven guardia). Titubeante, mencioné que escribí favorablemente sobre la primera novela de Iosi Havilio, de quien un cuento aparece en una de esas antologías… ¿Pero en cuál era? ¿Una sobre barrios de Buenos Aires? No lo recordaba… se me hizo una laguna, y todas las antologías de repente me parecían iguales… (rápidamente mi hiperlucidez se había evaporado).
Ya en pose de ganador, el escritor mencionaba a tal y a cual, a este y a aquel, sobre los que yo nunca había escrito una línea. ¿Debería escribir sobre cualquiera que haya publicado un cuento sobre el peronismo, los 90, o cosas así? Pero el aire fresco de un ventilador cercano hizo que recobrara algo de discernimiento, y recordara algunos nombres de escritores jóvenes sobre los que había escrito en los últimos años: Ronsino, Diego Sasturain, Katchadjian, J.P. Zooey, Ramiro Quintana, entre varios otros. Frente a lo cual, al borde del knock out, mi interlocutor afirmó: “¡Ninguno de ellos está en alguna antología!” ¿Será cierto? No tengo forma de comprobarlo, no tengo todas esas antologías (apelo, entonces, a los eventuales lectores para confirmar o desmentir dicha afirmación). Y mientras el escritor joven se retiraba acusándome de “excéntrico”, “raro”, y “programático” (supongo que eran acusaciones… no lo sé…) yo ya bajaba las escaleras rumbo a la avenida.
Llegué a casa de leve malhumor, y con ánimo de leer. Así que empecé Los trabajadores del frío, novela breve del propio Ramiro Quintana (Buenos Aires, 1983) que acaba de publicar la nueva editorial Acento Impar. La leí de un tirón. Después de El intervalo, y sobre todo de Ritmo vegetativo, Quintana profundiza la idea del lenguaje como proliferación, como la invención de una lengua dentro de la lengua. En el cruce entre relato sobre el mundo absurdo de las ovejas, y reflexión sobre el extravío del sentido, la narración avanza –mejor dicho, avanza sin avanzar– por un camino que pocos se atreven a tomar en la literatura argentina contemporánea. Deteniéndose un paso antes del virtuosismo, y dos más allá del sentido común, Quintana va construyendo una escritura imposible de antologizar, de definir por el tema, de capturar de inmediato. Los trabajadores del frío es una de esas pocas novelas recientes que operan con la sintaxis bajo el modo de la libertad.