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Literatura en la mochila

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Hace poco, en una cena, conocí a un editor francés de lo más simpático. Empezamos a hablar de esto y aquello y lo de más allá, y de repente nos encontramos conversando sobre literatura francesa, lo que para un francés es simplemente hablar de literatura tout court. Conocedor agudo del mercado argentino, en un momento criticó el catálogo de una pequeña pero muy prestigiosa editorial porteña, que publicaba “sólo a esos autores franceses fríos”. Lejos de mí querer amparar a esa editorial (me llevo mal con su editor, me debe plata de dos informes de lectura que hice el año pasado, y habla pestes de mí con amigos en común), no obstante hice una defensa de sus gustos. Pero el editor invitado avanzó con su razonamiento: “Es una literatura que no cuenta nada, en la que no pasa nada, es un puro formalismo, es fría, distante, gélida. Y además ya nadie la lee. ¿Quién lee hoy a Nathalie Sarraute o a Robbe-Grillet?”. Un leve escalofrío recorrió mi cuerpo: el informe de lectura nunca cobrado fue un elogio de ¿Los oye usted? De Sarraute, cuya única edición en castellano (Barral Editores, Barcelona, 1974) es inhallable, mientras que la novela se mantiene intacta, es decir, rozando la perfección como todo en Sarraute. Recordé también que la edición francesa de Gallimard es de 1972, o sea que apenas dos años después de la edición original ya había salido en español, y no dejé de preguntarme qué pasaría hoy con alguien como Sarraute. ¿Cuánto tardaría en ser traducida? ¿Lo sería alguna vez? Evidentemente mis pensamientos me dejaron en Babia, y no seguí escuchando el parlamento del invitado. Cuando volví a la conversación, justo llegó el final de su prédica: “Eso, ¿quién lee hoy a Robbe-Grillet?” Sonreí con cortesía, y la conversación cambió de tema, sin perder amabilidad ni gracia. Perturbado, no dije que en mi mochila tenía Reanudación, de Robbe-Grillet, su última y tal vez mejor novela, publicada en Minuit en 2001 y en Anagrama en 2003. Yo la había leído en francés, la había leído en castellano cuando su salida, y ahora la estaba leyendo por tercera vez.

Sobre gustos no hay nada escrito, es cierto, pero los míos se han convertido en lisa y llanamente demodés. Leo lo que ya nadie lee, como un arqueólogo de una época hermosa y pretérita, llamada literatura. Quizás la literatura sea eso, el dejo de algo que ya pasó, la melancolía epigonal de una temporada moderna en que se creía que la frase, el modo en que se concatenan las frases, eran formas políticas de pensar el arte. Y que en ese no pasar nada, en verdad pasaba de todo, o pasaba una sola cosa, única y definitiva: pasaba un pensamiento crítico sobre la sintaxis, una duda sustancial sobre los efectos nocivos de la lengua cristalizada. Puede ser en francés o en cualquier otra lengua, da igual (en mi mochila tenía también un libro de Salvador Novo: me imagino frente a un editor mexicano, diciéndome: “¿Quién lee a hoy Salvador Novo?”). Tal vez la literatura se haya vuelto eso, un club de viejos gordos como yo, nostálgicos de lo que no vivieron, de algo que ya terminó.

Vuelvo a Reanudación. Alcanza con leer la primera frase para descubrir qué es literatura: “Aquí, pues, reanudo, y resumo”. ¿Qué reanuda y qué resume? Reanuda y resume el compromiso del escritor con la plena conciencia de los problemas actuales de su propio lenguaje.

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