Los atentados del 11-S empezaron a arrojar dividendos en la industria cultural. Ya circulan novelas, películas, documentales. Es inevitable que eso ocurra, los atentados fueron demasiado terribles como para que el arte no tome la palabra. Pero, al mismo tiempo, si leemos las grandes novelas de la historia, o vemos las mejores películas del siglo XX, muy pocas tienen como tema grandes acontecimientos. ¿De qué trata Madame Bovary? De una señora de provincia que se aburre y sueña con otros amores. ¿Y En busca del tiempo perdido? De un narrador insomne, neurótico, que hace del río de palabras la forma de curar su mal. Por no mencionar Ulises, de Joyce, y así se podrían dar cientos de ejemplos más. Los campos de concentración han dado muy pocas grandes obras literarias, y también la bomba atómica. Como temática. A la inversa, las grandes obras de arte de la posguerra, de Robbe-Grillet a Godard, en algún lugar llevan incorporados el Holocausto, aunque no traten ese tema, aunque la trama se ocupe de cualquier otra cosa. Las grandes obras de arte siempre dan cuenta del espíritu de una época.
Sucede, sin embargo, que estas obras recientes sobre los atentados exigen ser leídas, antes que por su valor estético, por su carácter ideológico o moral. Libros y películas que pretenden cumplir una función reparadora, organicista, una forma secular de devolverle el ánimo a una comunidad.
El concepto de ideología parece haber caído en desuso desde que cayó en desgracia buena parte del pensamiento de izquierda. Pero si hay alguna tarea intelectual urgente, ésa es la de repensar la noción de ideología, las formas en que se crean imaginarios sociales, estilos de vida, opiniones públicas en el capitalismo global. Si no se piensan las nuevas formaciones ideológicas, si no se vuelve a pensar en términos de ideología dominante, poca capacidad de respuesta tendremos frente a los nuevos tipos de control social, que incluyen, como es evidente, también al cine y a la literatura.
Una pregunta que me inquieta desde ese 11-S es la de saber por qué no se mostraron imágenes de muertos. La televisión mostró los atentados en directo, pero fueron atentados secos, sin sangre, sin cadáveres. En tiempo real fue tomada esa decisión, que algunos evaluaron como una forma de censura y otros como un modo de preservar la dignidad y el decoro. Sin duda tuvo también un carácter militar: mostrar los muertos hubiera sido funcional a la estrategia del enemigo. De hecho, todavía hoy no se han visto imágenes de desangrados, de heridos, de cuerpos mutilados, de desmayados y, finalmente, de muertos. El debate filosófico y los presupuestos éticos que hay detrás de esta decisión son unos de los grandes temas ausentes en la agenda post 11-S, y no deja de ser asombroso que la propia televisión no encuentre algo para decir (siendo que fue ella la principal afectada, en un sentido o en otro, por esa decisión). Reflexionar sobre lo que se ve y lo que no se ve en los medios es también una forma de pensar la ideología del presente.
Dicho esto, pensaba ahora en lo contrario. Sabemos que raramente grandes acontecimientos dan grandes textos. ¿Será por eso que los atentados contra la Embajada de Israel y la AMIA casi no aparecen en la literatura argentina? ¿No es una ausencia curiosa?
Con gran pesar, durante años hemos leído una catarata de novelas mediocres sobre el peronismo, Evita, médicos torturadores, los desaparecidos, la militancia, la Guerra de Malvinas y hasta sobre Menem. Grandes temas de la vida real sobre los que la literatura argentina vuelve una y otra vez, como si no hubiera aprendido todavía que se pueden decir grandes cosas sobre cualquier tema; que, en el fondo, el tema de una novela es algo secundario, cuando no irrelevante.
Pese a eso, pese a esa obviedad (la obviedad de que el tema no importa demasiado), nuestra literatura nacional (y nuestro exitoso nuevo cine argentino), tan preocupada por tratar temas importantes, muy poco nos ha deparado sobre los atentados antisemitas de los 90. ¿Debemos estar preocupados, consternados o agradecidos?