Hace cien años, Samuel Beckett ponía en jaque a todo el teatro conocido, lo devolvía a un grado cero desde el cual construir otra cosa y formulaba las preguntas que todos aún intentamos responder. Beckett, supongo, arrojó una botella al futuro. Y su futuro llegó. Lo estamos viendo: es donde la interminable espera de Godot empieza a parecer obsoleta. Federico León, uno de nuestros autores más singulares, lo dice con calma: “Ya es hora de que entre Godot”.
A León (1975), siempre un joven, parece importarle muy poco lo que esté de moda: sabe callar durante años y volver a sorprender, intacto, y nos recuerda la misión profunda del artista: entrar en terreno desconocido llevando apenas una linterna y sin saber exactamente qué se busca. Paradójicamente, no le interesa el “teatro de búsqueda”, que –como señala Alan Pauls– casi siempre abunda en “síntomas” de riesgo para evadir lo verdaderamente atractivo: el peligro.
Siempre pensé que Federico sabía algo de mi propia infancia que yo mismo, por pudor o por tristeza, había olvidado por completo. Ya es vox populi –en este futuro nuestro– que el arte presupone al artista como un niño: imagina sin responsabilidad, percibe sin catalogar, arma un mundo ficcional sin saber para qué. Pero Federico pervierte este cómodo imperativo del artista, y traslada la inocente actividad del niño a la menos inocente, más ilegible y oscura del adolescente. En la adolescencia, sostiene Federico, existe la capacidad única de comportarse de manera instintiva. Esta capacidad de perder la cabeza se olvida con la madurez. Pero lo que la madurez no puede anular es esa memoria universal, acallada por las culturas: ese recuerdo vergonzante y pudoroso de la adolescencia, esa etapa minúscula y fundamental en la que el yo aún no existe, y en la que el afuera es caos, catástrofe, vorágine.
Este teatro que no existe en otros países, fogoneado por la explosión primitiva pero fundante del fenómeno Parakultural, desacralizó el altar de la representación para quitarle toda utilidad, y lo eximió de hablar sólo de lo que la clase media representada en él (por él) aceptaba como “lo importante”, justamente allí donde la madre literatura y los medios masivos (liberados del peso de la censura previa) comenzaban a querer hablar de todo con agobiante y necesario sentido común.
León nos trae ahora Yo en el futuro y es lo más cerca que el teatro argentino ha estado de no representar nada; roza la utopía inalcanzable de la presentación pura: un brutal hiperrealismo sin significado que trasciende lo decorativo y va al corazón mismo del problema del yo: el tiempo. Un resumen: unos niños asisten al teatro, ven a otro niño que incita a su abuelo a cortarse la larga barba en público, estos niños se obsesionan con el paso del tiempo, hacen videos experimentales, alguien filma, alguien lo ve, nadie es nadie, hay mucha gente, fin. Tal vez si logro comprender por qué no pude dejar de llorar durante sus escasos eternos 40 minutos –junto a una audiencia extasiada– consiga decidir por qué funciona esta obra. Nadie parece saberlo. Es simple física leoniana: el yo y el tiempo no pueden convivir en la misma cita. Y aquí, el tiempo gana por sobre cualquier noción de identidad. Es el cruel tiempo, que se come a sus hijos; es el atroz futuro, que aúlla anciano desde las grietas canosas de esta obra. Me corrijo: no es que Federico conozca mejor que yo algo de mi infancia. Lo que pasa es más perverso: León simplemente sueña de otra manera. Su pesadilla no es igual a la del resto de los mortales. Y como es generoso, nos enseña a soñar así.