Más allá del grato recuerdo que guardo de Maxi López por aquel magro penal que tuvo bien anunciar en una noche inolvidable del año 2004, no tengo posición tomada en el asunto que por estos días capturó justificadamente la atención de buena parte de la opinión pública nacional. Mauro Icardi, Wanda Nara, la China Suárez; me dan todos más o menos lo mismo, y la verdad es que me pierdo un poco con una trama en la que hay tantos personajes y tantas peripecias (los folletines sentimentales ofrecían resúmenes de recapitulación; los novelones del siglo XIX permitían volver atrás y releer).
Pero encuentro por demás alentador que un escandalete así haya agitado las aguas revueltas de la farándula. Porque es sabido que, de un tiempo a esta parte, los modos propios de la farándula traspasaron a otros espacios. Su lógica estridente de rencillas personales, la división automática en dos bandos que toman partido por A o por B (y en consecuencia, contra B o contra A); el pleno imperio del chicaneo burdo, la botoneada artera y el regocijante chisme; el empleo de tonos graves para asuntos que no son graves, el empleo de tonos frívolos para asuntos que no son frívolos; un cúmulo inacabable de malicias y malentendidos, suspicacias y paranoias.
Todo eso se fue extendiendo hacia otras esferas (otros regímenes de discurso, otras prácticas). Me parece propicio que el mundo de la farándula se reapropie de esas formas que son tan suyas. Ellos sí que las saben usar. Ahí sí que funcionan muy bien.