El otro día fui testigo de una situación curiosa. Un conocido periodista, llamémoslo A, entrevistaba a dos encuestadores también muy conocidos, B y C. De la charla surgió que B era claramente opositor, mientras que C era más bien oficialista. B decía que las candidaturas falsas lanzadas por el kirchnerismo no harían más que perjudicar las posibilidades electorales del Gobierno. C, por el contrario, anunciaba que las razones de Daniel Scioli para seguir las órdenes de Kirchner serían bien comprendidas por los votantes. Ambos entrevistados son sociólogos, dirigen empresas de larga trayectoria y estaban en el programa por sus méritos profesionales, convocados para dar cuenta de las mediciones en la provincia de Buenos Aires.
Pero a pesar de sus pergaminos, el espectador tenía mucho menos la impresión de estar viendo a dos expertos hablar con neutralidad científica que a dos militantes en campaña. A, por su parte, se abstuvo de preguntarles algo que no se estila pero que hubiera hecho mucho más transparentes las cosas: si trabajaban para alguno de los participantes en las próximas elecciones. Se podría argumentar que eso no debería hacerles perder su objetividad pero hace poco D, otro conocido encuestador, anunció con absoluto descaro que las encuestas reveladas a los ciudadanos eran falsas y las cifras que se hacen públicas son sólo una parte de la propaganda partidaria. Dicho lo cual, continuó con su costumbre de anunciar sus números favorables al Gobierno. Es que D es un personaje muy particular de nuestra picaresca política y también muy querido en el ambiente. A esta altura, sus cínicas confesiones no hacen más que aumentar su popularidad. De todos modos, D es el único entre sus colegas que acepta estar embanderado con una fuerza política.
Días más tarde del episodio anterior, me tocó ver otro programa en el que un trío de especialistas, E, F y G, discutían la epidemia de dengue. Cada pregunta de los periodistas H y J los ponía en la difícil situación de responder si el Gobierno había hecho las cosas bien en la emergencia. Mientras E y F defendían su lugar de neutralidad y eludían por todos los medios dar una respuesta directa, G (un verdadero energúmeno) sostenía desde su condición de sanitarista que todos los problemas de la salud y el dengue en particular se solucionarían aumentando las retenciones a la soja. Aunque E, F, H y J apuntaban sensatamente que este caso particular era más un problema de gestión sanitaria que de recaudación de dinero, G seguía en su tesitura y levantaba cada vez más el tono de voz.
De los dos ejemplos anteriores se deduce que las reglas periodísticas llevan a tres modalidades igualmente indeseables: el proselitismo encubierto, la falta de respuestas francas y el cinismo alevoso. Cuando los que ocupan la pantalla son políticos, ese problema no se presenta: se sabe desde qué intereses habla cada entrevistado y la ambigüedad se elimina. Lo mismo, tal vez, debería ocurrir con los expertos. Pero hay un factor adicional de distorsión: la costumbre de ocultar el color político de los propios entrevistadores. Es que los periodistas también se reconocen como expertos y, por lo tanto, suelen abstenerse de violar la neutralidad.
Aunque sabemos que las editoriales dominicales de K son violentamente oficialistas y las de L rotundamente opositoras, ni K ni L terminarán sus artículos con un ¡viva Kirchner! o un ¡muera Kirchner!. No sería aceptable, aunque no conozco ningún opositor que digiera lo que escribe K ni ningún oficialista que pueda leer a L. Pero la práctica del disimulo lleva a distorsiones del pensamiento.
Pienso en M y N, que están hartos de tener que comentar cada día los abusos y las mentiras del kirchnerismo. Sin embargo, creen que después de cada ataque a las políticas oficiales corresponde matizar con una crítica a la oposición. También en O y P, que por cada cien elogios al Gobierno se ven obligados a deslizar una tibia objeción.
En ese sentido, es ejemplar la sinceridad de Q, al que nunca se le escuchará decir una palabra a favor de los Kirchner.
*Periodista y escritor.