Durante los últimos días, el vicepresidente Amado Boudou volvió a ser noticia: fue el principal orador en el acto de la Independencia, estuvo a cargo del Poder Ejecutivo por ausencia de la presidenta Cristina Kirchner y, como titular del Senado, recibió al presidente chino Xi Jinping. Mientras, los procesos judiciales en su contra siguen su inexorable curso.
Como contrapartida, en el círculo del Gobierno su presencia resulta cada día más incómoda. ¿Qué hacer con Boudou?, parece la pregunta recurrente que no encuentra una respuesta clara. Sucede que ese interrogante simple esconde otros: ¿qué se quiere, qué se puede, qué conviene hacer?, ¿qué desea realmente la Presidenta?, ¿qué se quiere preservar y qué se teme perder?
Lo cierto es que en el interior del Gobierno pareciera haberse instalado una duda que carcome: ¿por qué seguir pagando un costo político que ensombrece el presente y compromete el futuro? Lo cual justifica conjeturar que el dilema de fondo acaso radique entre el deseo presidencial de no cargar con la responsabilidad de un error de origen y las necesidades de quienes aspiran a ser los continuadores del ideario kirchnerista.
Los planes de la historia. Mientras el Gobierno se debate en esa compleja duda hamletiana y los avances de la Justicia jaquean al vice desde diversos frentes, la figura de Amado Boudou sigue afianzándose como símbolo involuntario de los aspectos más sombríos de la política. Como parábola del apogeo y la caída del poder. De su encanto primigenio y su irreversible decepción. Como prueba palmaria de que mientras algunos dedican su vida a construir poder con paciencia y avaricia, otros se encargan de dilapidarlo licenciosa e inescrupulosamente.
Más allá de su suerte judicial y política, quizás la historia ya esté fraguando para Boudou el sitial menos grato: el del político arribista que con seducción y carisma supo conquistar a una presidenta que hizo del capricho uno de sus tantos modos de ejercer el poder.
Amado Boudou: una moderna versión de Avivato, aquel personaje de historieta que encarnaba al típico porteño vividor y oportunista, tan simpático como inescrupuloso, que terminaba esquilmando a sus víctimas ocasionales. En cada acto, su sello: simpatía, mentira, estafa.
Si el poder kirchnerista es un poliedro, Amado Boudou quizás sea el símbolo de su costado más frívolo y narcisista. El de la sustancia del engaño.
Boudou, el vicepresidente cuya desgracia hoy salpica al corazón del Gobierno. Alguna vez fue amado. Ya no.
PD: Esta semana se cumplieron seis años del famoso voto no positivo con que Julio Cobos, el vice de entonces, le proporcionó al Gobierno el doble beneficio de destrabar el conflicto del campo que lo tenía jaqueado y, adicionalmente, le permitió afianzar esa épica que luego se convirtió en “el relato”, donde el rol de Cobos sería el de una especie de Judas. Mientras que aquel vice salvó involuntariamente al Gobierno, el actual no deja de hundirlo. Mal que le pese al Gobierno, lamentablemente hoy no parece que vaya a existir algún Cobos cuyo gesto pueda “mágicamente” salvarlo de Boudou.
*Director de González Valladares Consultores.