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“Lo que fue, eso será”

Un repaso a los orígenes de un conflicto de profundas raíces históricas, que hoy se inserta en un mundo dominado por la incertidumbre y la proliferación de nuevas formas estatales.

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Eclesiastés 1:9: “No se sacia el ojo de ver, ni se cansa el oído de oír. Lo que fue, eso será”. En consecuencia, vale la pena repasar los orígenes de un conflicto que encuentra en su origen más profundo algunas claves para comprender las tinieblas de hoy.

La Histadrut, organización de los sindicatos (1920) de los judíos en Palestina, fue una creación de los laboristas (agrupados en los partidos Adjut HaAvoda y Hapoel Hatzair). Años después constituyeron el Mapai y, luego de la Guerra de los Seis Días, el Partido Laborista. Este partido siempre se consideró “socialista constructivista”, es decir, adaptado a las necesidades de Israel; un socialismo atento a la “unión orgánica de la nación”, que elegía a sus dirigentes por su inclinación hacia la realización de una “misión” colectiva, y que prefería hablar de trabajadores y no de proletarios, lo que soslayaba la lucha de clases.

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La implantación de judíos en el territorio de Eretz Israel (la tierra del pueblo de Israel), se materializó en sucesivos aliyot (olas inmigratorias) que llegaron a las playas palestinas entre 1881 y 1948. El “socialismo constructivista” (o la ideología del socialismo nacional) nace en la época de la primera ola de inmigración, la de los agricultores (1882-1902). La prioridad de la “nación” proviene de Prudhon y su rechazo del liberalismo y el marxismo.

El llamado Yishuv (término que designa al conjunto de la población judía asentada en la Palestina Otomana –Turca– antes del nacimiento de Israel en 1948) fue decisivamente conducido hasta 1977 por el movimiento laborista, que tenía como principal objetivo la construcción de un Estado nacional. La elite de este movimiento, como lo ha escrito Zeev Sternhell, lo fue todo: “oráculo y sus intérpretes, gran sacerdote y poeta épico… detentaron lo esencial de los poderes durante al menos cincuenta años”.

La segunda aliyá (1904-1914) la integraron comunidades judías del imperio ruso, preñados de ideales sionistas, y que aportaron el sistema colonias agrícolas o kibutz; la tercera (1919-1923) incluía a revoltosos más organizados que fueron marginados y obligados a elegir entre la obediencia a los sucesores de la segunda “ola” o a dejar el país. La quinta ola (1933-39), es llamada la “de huida” (referencia a las atrocidades en varios países de Europa). El movimiento nacional judío nació para –ante todo– preservar la identidad.

Como lo dijo David Ben Gurión, el sionismo no debe su existencia a los sufrimientos de los judíos de Europa del Este, sino a la “voluntad de hacer frente  a la desaparición de la identidad judía”. Influencia entonces más del nacionalismo que del socialismo y del particularismo más que de la igualdad.

La existencia de una Nación que requería de un Estado que la dotara de institucionalidad, por un lado, pero sin olvidar la necesidad de resolver las demandas sociales por el otro, eran entonces las vigas maestras del socialismo constructivo. Enfrente, Europa cobijaba el embrión del nacionalismo orgánico, que recurría a la sangre, al territorio, a los ancestros y finalmente a la biología para abominar del liberalismo y proponer un recambio primero a las democracias y luego a los sedientos de revancha. Ese nacionalismo tribal fue el abono más efectivo al antisemitismo. Los padres fundadores, por su lado: más dentro de la influencia del nacionalismo que del socialismo, del particularismo que de la igualdad.

De la misma manera que el acuerdo de Sykes-Picot (1916, entre Gran Bretaña y Francia, que dividió Medio Oriente a satisfacción de París y de Londres) explica dolores de hoy, lo expuesto explicará los de mañana.

En un mundo donde los Estados que surgen no son sólidos y seguros, sino que proliferan –como ha escrito Juan Tokatlian– “formas estatales imprevistas, frágiles”, Israel sería uno que no se integra –ni se integrará ya que existe para no hacerlo–. Si el análisis va por el camino indicado, el conflicto con Palestina acabará donde hoy está.
En momentos en que oficiales israelíes creen que tan cierto es que por ahora Hamas no va a arriesgarse a sufrir innecesariamente, cuanto que en el horizonte ven ataques terroristas llamativos en gran escala, debemos recordar de dónde venimos para saber dónde terminaremos por ir.

Después de ser un Eyalat del Imperio Otomano desde 1516 hasta 1918, Palestina presencia su expulsión progresiva de una tierra que, según los arreglos diplomáticos de 1947, debía compartir con los judíos de las cinco “olas”, a los que se sumaron más de un millón luego de la desaparición de la URSS.
           
Persistir en negar el peso y la influencia de la Historia en el libro de los “¿por qué?” es más peligroso que necio. Los países no se “incrustan” el uno dentro del otro, los arrebatos del voluntarismo amparado por una fuerza irremisible terminan mal y las etnias y las culturas prefieren respirar sus aires, así fueran muy fríos o muy tórridos, siempre que sean los propios. La ex Yugoslavia, el actual Kurdistán, Hong Kong, son casos de muestra.

De dar ejemplo e inspiración a juventudes sefardíes y askenazis de la diáspora, desarraigadas y desesperanzadas, de inspirar conmovidas solidaridades mundiales, Israel pasa hoy a ufanarse de recibir su cuarto submarino de ataque, costosa máquina de intimidar construida en Alemania y que un sonriente Netanyahu bautizó en Haifa días pasados. Seguramente, las entre cincuenta y sesenta ojivas nucleares que integran su arsenal atómico proporcionan a Israel certeza acerca de su capacidad de responder a toda amenaza a su tierra.

Pero el dilema central, imposible de resolver con la aplicación teórica o práctica de los teoremas del uso de la fuerza militar, está desnudo y a la luz del día: la población de Israel contiene a palestinos, a árabes con ciudadanía israelí no judíos, a refugiados, a poblados enteros rodeados por murallas de ocho metros de altura. Todo eso también es Israel. Y son Israel los miles de jóvenes, escritores, periodistas y trabajadores israelitas que sufren no solamente por la arrogante irracionalidad de un gobierno extremo sostenido por fuertes grupos empresarios y legislativos locales y norteamericanos, sino por la distancia que aumenta y se mide cada día entre los sueños –tan imperfectos como admirables– de la Yishuv y la actual negación a pensar en una salida de rostro cerebral y humano al conflicto.